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Salto de las Monjas, cerca a Cachipay, Cundinamarca.
¿Por qué se llama así? Cuenta la leyenda que en algún momento del siglo XX varias monjas fueron hasta esta cascada, de unos 30 metros de altura, para saltar desde su punto más alto. Dicen que vivían en el convento que hay una media hora atrás en el camino que va hacia esta caída de agua.
También cuenta esta vertiente de la leyenda que cerca al convento habitan fantasmas de religiosos que acechan en las noches.
Otra historia tiene una versión tanto más mundana y creíble: en la cascada se ven, de tanto en tanto, unos pájaros con el cuerpo oscuro y la cabeza y el cuello blancos. Monjas, las apodó el expresidente Alfonso López Pumarejo, quien residió por un tiempo en estas tierras por temas de salud. Su casa aún se encuentra en esta zona, como a 15 minutos del salto.
Si se lee desprevenidamente, comienza a parecer que, hasta un punto, Cachipay fue el epicentro de algo: curas, monjas, expresidentes, todos habitantes de una región con un clima agradable, plena en verde y por donde en una época circuló una línea importante de ferrocarril.
Si uno es colombiano, nacido después de los años 70 por lo menos, la palabra ferrocarril toca decirla con los ojos cerrados, como invocando la presencia lejana y casi fantasmal de algo que existe en la memoria viva de muy pocos y que llena los anaqueles robustos de las cosas que pudieron ser y no fueron en Colombia.
El camino hacia las Monjas
Como en tantos otros casos, la ruta hacia esta cascada puede tener diversas aproximaciones. Hay una ruta fácil, de poco más de una hora, que puede empezar desde la pequeña población de La Esperanza y desde ahí es una bajada de una hora y media, más o menos. El terreno está bastante bien, con algunos pedazos embarrados aquí y allá. Nada grave. Aunque esto seguramente se pone algo más complejo una vez entra la temporada de lluvias.
La otra gran opción es empezar desde Cachipay, en un recorrido que, hasta el salto, toma unas cuatro horas a un paso más bien relajado. El camino, esta vez, será en su mayoría plano y tranquilo. Y habrá dos constantes: las vías abandonadas del tren, sobre las que se hace la amplia mayoría de toda la ruta, y los perros que salen al camino casi que por docenas. No se trata de animales feroces ni mucho menos. Pierda cuidado. Tan sólo que son una de las especies más comunes que encontrará en toda la caminata. Nada de nervios.
Recomendamos ampliamente la ruta más larga por varias razones: se camina más, unos 15 kilómetros en total, pero también se transita por una cantidad de parajes que, bajo el espectro de las vías del tren, parecieran conducirnos hacia las instalaciones derruidas de Jurassic Park, el mundo ficticio recreado en la histórica película de Steven Spielberg. En el camino no saltarán a la vía velocirraptores ni tiranosaurios, apenas perros.
Cachipay se encuentra a unos 1.600 metros de altura sobre el nivel del mar. Las Monjas, a unos 1.100 metros. La diferencia no es realmente notable, al menos no en desnivel y esfuerzo de piernas. Pero a partir de un punto, en lo que sí se siente el cambio de altitud es en la temperatura: es como si el horno hubiese estado apagado y cuestión de metros alguien decidió prenderlo en su modo de dorar, no necesariamente asar.
El recorrido transcurre entre una calma tan constante como el trazado de la carrilera: un pájaro suena aquí, una guadaña más lejos, alguien pasa en el sentido contrario con un saludo apenas audible, pero amable.
Los rieles abandonados se siguen repitiendo metro por metro y si no fuera por los claros de luz, los pequeños arroyos abrazados por bosques de guadua o las mariposas que pueblan los prados, puede que la caminata tomara un tono algo sombrío pues al final de cuentas lo que la carrilera cuenta es la historia de una promesa de país que se perdió, quizá para siempre.
Nostalgia patria a un lado, vale anotar que el trecho entre Cachipay y La Esperanza es en su mayoría plano y ausente de retos para los pies, tobillos o rodillas. Hay una pequeña sección, de unos 20 minutos, que sí es un camino algo más retador, pero nada grave: pequeñas laderas con barro y tierra, por lo que se recomienda (como siempre) llevar zapatos de caminata, con buen agarre y soporte para el tobillo.
Esta es una caminata que se puede hacer con perros, no los del camino que salen a saludar y, por momentos, a acompañar la ruta, sino los propios. Como siempre, con correa y con bolsas para los excrementos: se trata de disfrutar, no de arruinar.
En el camino hacia La Esperanza, ya en límites del municipio de La Mesa, Andrés, nuestro guía para el día pregunta entre risas si trajimos vestido de baño. La primera reacción es mirar hacia el cielo: debe ser un chiste por un aguacero inminente. Pero, aunque hay nubes, no pareciera que fuera a llover. Ni en ese momento, ni ciertamente unas horas más adelante.
Respondemos que no y Andrés apenas dice “bueno, ustedes se lo pierden”. El comentario pasa, como un cardenal que apura el vuelo entre cafetales y hasta ahí llega la cosa.
En La Esperanza se puede hacer una parada técnica con el ánimo de refrescarse un poco, pues el horno ya lleva una media hora funcionando y el sudor comienza a hacer que uno se parezca a una pared humana de sauna. De pronto el comentario del vestido de baño es por eso. Andrés dice que no y sigue loma abajo, hacia el último tramo hasta el salto.
Una hora y media después, el sonido del agua se sobrepone a casi todo lo demás en los últimos metros antes de llegar al salto. Apenas los gritos de unos caminantes entusiasmados llegan mezclados en un aire que se siente cada vez más fresco.
La última sección de la bajada es el tramo más accidentado de todo el recorrido, con algunos pasos en donde toca usar manos para poder ganar mejor estabilidad y firmeza en medio de un terreno que es más tierra que otra cosa. Pero, de nuevo, nada realmente grave.
Y entre una curva y otra, aparece la cascada, brillante en un día perfecto, como si se tratara de un río de plata.
Los gritos no eran de caminantes. O bueno, sí, pero que en ese momento habían cambiado de código de vestimenta para ser, momentáneamente, bañistas. La caída de las Monjas genera una pequeña piscina en la que es posible bañarse sin problema. Así mismo, es fácil acercarse a la pared de roca para sentir todo el impacto del agua que cae desde unas decenas de metros más arriba.
Con el calor del lugar es difícil resistirse a la tentación de entrar al agua, como si se tratara del famoso canto de sirena. Sólo que en este caso es más gritos de emoción y uno que otro improperio por la temperatura del agua.
Si no desea bañarse, no hay lío, pues las Monjas, como casi todas las cascadas, está cubierta con el hechizo que representa ver en plena función a los elementos. Es un lugar ideal para la contemplación (en algún momento los bañistas se van, pierda cuidado), con el agua generando un viento frío y húmedo que empapa. Y con esa suerte de baño desde la orilla se van preocupaciones y fechas de obligaciones, los recibos que no han sido pagados, los problemas familiares.
En medio de la corriente fuerte que genera la cascada hay una mariposa amarilla braveando el aire hasta llegar a la parte de arriba para posarse un rato. Qué gran, pero bello, cliché. Al rato, una roja hace lo mismo. Y con eso ya estamos bordeando el comercial institucional. No aparece una azul. Mejor así.
Después de unos varios minutos y de almorzar con la cascada en primer plano, Andrés pregunta si estamos listos para volver. La verdad no. Mejor quedarse, como Pumarejo, esperando hasta que aparezcan las monjas, con alas o con hábito. Qué más da