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“… y olvidamos el sonido de los árboles, la suavidad del viento”.
La frase es de un momento crucial en “El señor de los Anillos”, pues es la secuencia mediante la cual nos cuentan cómo Sméagol, un ser que podría pasar por un habitante de un campo cualquiera, se transforma en una criatura deforme y rancia que responderá al nombre de Gollum, hablará en la tercera persona y estará condenada a sentir un vacío y una ansiedad eterna por poseer y no poseer el anillo único.
El tránsito entre una humanidad bucólica y la perdición de Gollum, entre la luz de los días y las tinieblas de las cavernas está mediada (claro, entre muchos otros factores) por esa frase sencilla: como si la diferencia entre la luz y la oscuridad, con sus propiedades más metafísicas y literarias, estuviera justamente en la sutileza de escuchar la suave caricia del viento mientras mueve las copas de los árboles.
Es un pensamiento tan enternecedor como reconfortante, si se quiere. Y pareciera aún más certero cuando el mundo se ve desde el cerro de las Tres Viejas, en Sesquilé: una cumbre fácilmente escalable desde donde se puede ver una amplia zona de la sabana de Bogotá.
En la distancia brillan las aguas del embalse de Tominé y al otro lado se ve la tersa superficie de la represa del Sisga. De frente queda Suesca, con un paisaje más árido que fértil, y a la espalda se encumbra el páramo de Guatanfur, que se pierde entre picos que no terminan de salir entre las nubes. Por esa ruta, hacia el Oriente, la cordillera eventualmente se quiebra en terrenos del Parque Natural Chingaza y lo que sigue son los Llanos Orientales.
Lección de geografía aparte, en la cumbre de las Viejas lo que se siente es un remanso de paz venteada, literalmente: todo en este punto parece fundamental, si se quiere, moldeado por los elementos y ya está. Entre la calma se percibe un bramido lejano, que bien podría ser de una criatura prehistórica si acaso habitáramos una época remota, pero en realidad es el motor de una tractomula que vuela por entre el tráfico de la carretera que del Norte de Bogotá lleva hacia Tunja.
El hechizo del momento se rompe, por momentos, con el grito de algún gringo emocionado de venir a Colombia o el parlante de algún caminante que vive desprovisto de fronteras o, para el caso, un par de lóbulos cerebrales.
No hay problema: las Tres Viejas podrá tener un número entre su nombre, pero lo cierto es que son más de tres cumbres y la posibilidad de alejarse y tomar un camino más remoto e íntimo siempre está disponible, habida cuenta de tener EL guía.
Y lo tenemos. Jorge Enrique Acero lleva prácticamente toda una vida educando las piernas y el instinto a punta de ruta, polvo y páramo. Y, si volvemos al mundo de Tolkien y “El señor de los anillos”, uno podría decir rápidamente que está en presencia de Tom Bombadil, pero sin las canciones.
En un punto del camino, con el corazón ya latiendo fuerte y la lengua más en calor, nos cuenta que hace poco le preguntaron que si el páramo fuera una persona qué tipo de humano sería. Nos traslada la pregunta y la cosa entra en un silencio meditativo por un momento. Él confiesa que la cuestión lo dejó perplejo en su momento, pero que, sin asignarle sexo, el páramo sería como el abuelo entrañable de una familia: imparte sabiduría, pero de a poquito, con algo de esfuerzo, nada mascado, sino ganado con esfuerzo y curiosidad.
Las Viejas es uno de los destinos más populares en una región que tiene buenos senderos y paisajes. En las cercanías de Sesquilé se puede acceder a lugares como el Cañón de las Águilas (con vistas deslumbrantes hacia las aguas de Tominé) y varias rutas que penetran en el corazón de Guatanfur, un páramo bello y exigente. Esto por sólo mencionar algunos de los lugares más visitados por caminantes de todo tipo.
La popularidad de las Viejas expone al senderista de turno a encontrarse más caminantes, lo que no es algo necesariamente malo, especialmente si no posee ciertas neurosis alrededor de la humanidad en general. Si sí, su mejor opción es tratar de caminarlas un sábado: los domingos la afluencia de público sube y, sin decirnos mentiras, el regreso a Bogotá puede pasar de complicado a infernal.
Vamos por partes
La subida hacia las Viejas puede verse como un camino que se hace en tres etapas, dependiendo de cómo se asuma el ascenso, pues se puede empezar la ruta desde el pueblo mismo o se puede hacer el camino hasta la base del cerro en carro (lo que recortaría el recorrido a dos tramos).
Recomendamos, claro, la opción más larga, que incluye salir a pie del pueblo, tomar un camino que primero va en placa-huella y después en destapado antes de comenzar a subir en serio por un bosque denso, que ya tiene un suelo más salvaje, si se quiere (pero nada grave).
Este segmento de la ruta puede no ser el más inclinado, pero sí trae algunos de los mayores desafíos de toda la caminata. El reto no es tanto la dureza o exigencia del terreno, sino el calor. Sí, Sesquilé no es un pueblo de tierra caliente, pero en un día sin lluvia en este bosque cerrado uno siente que está transitando por el interior de un horno, decorado con vegetación cerrada y poblado de cantos de pájaros, pero horno al fin y al cabo.
A buen paso, este segmento puede coronarse en una media hora (que incluye al menos una parada para tomar un descanso). La ruta acaba en una pequeña carretera destapada que lleva a la base de las Viejas. Al llegar allí uno puede ser la viva imagen de una pared de sauna humana. Pero no hay problema, en lo que resta de la subida lo que abunda es viento fresco.
En la base del cerro hay algunas tiendas, en donde se puede tomar algo antes de comenzar la segunda parte del recorrido (o la primera, si llegó motorizado hasta este punto).
La subida de este tramo es más exigente y el terreno algo más accidentado, pero sin que represente un punto de gran técnica, aunque sí los cuidados básicos de fijarse bien en dónde y cómo pisa.
Como para prácticamente cualquier caminata, en este recorrido son claves los zapatos que lleve: ideal que sean tenis o botas de senderismo, pues en total la ruta lo llevará por cascajo, algo de barro y rocas más escarpadas y algo filudas.
Con al menos unas dos paradas, y a un paso algo menos duro que en el primer sector, este tramo se puede cubrir en unos 45 minutos de caminata continua. Al final se llega a una pequeña explanada en donde el camino tiene tres bifurcaciones: una hacia el frente, que lleva a internarse en el paisaje veredal de Sesquilé, una hacia la derecha (que lleva hacia el Cañón de las Águilas) y una hacia la izquierda, que conduce hacia las Viejas.
Desde aquí se empieza la tercera etapa, el ascenso final al cerro, cuya cumbre más alta se encuentra a 3.200 metros de altura sobre el nivel del mar y, desde esta partición de caminos, está a unos 500 metros de inclinada distancia.
El terreno cambia drásticamente y pasa de camino de herradura a una piedra que varía entre suelta y casi calcárea. La vegetación se vuelve más escasa e incluso algo árida. Normal: esta parte del cerro está completamente expuesta al sol, viento y la lluvia. Así que su delineación se ha hecho a punta de estas tres fuerzas, constantes e implacables.
A pesar de llamarse las Tres Viejas, el cerro tiene varias cumbres, una detrás de otra, lejanas apenas unos breves minutos las unas de las otras.
Las Viejas son una caminata ideal para caminantes ocasionales o con poca experiencia, pues al final de cuentas no implican un esfuerzo de alta intensidad y, dependiendo de la condición de cada persona, se pueden hacer en un tiempo más largo y cómodo.
De hecho, el ascenso es posible sin guía, pues la ruta desde el pueblo (si se va por la carretera para vehículos) no tiene pierde.
Aquí hay que decir que la experiencia con guía es infinitamente más completa, además de segura (en caso de algún percance en el camino).
Por ejemplo, la mayoría de caminantes se devuelve después de un par de cimas en las Viejas y la inmensa mayoría realiza el descenso desandando la subida. El recorrido en total, si se siguen estas pautas, no debería tomar más de 3 horas.
Pero tener un guía abre la posibilidad de explorar más y conocer cosas que se pueden pasar por alto. Por ejemplo, en el segmento final hacia la cumbre aparecen unos pequeños arbustos cargados de frutos morados. Son uvas camaronas, como se le conocen en la región: no saben a uva y su pulpa se parece un poco más a la pitahaya, pero su sabor es delicioso y refrescante (especialmente las más oscuras). Para el ojo no entrenado, y algo paranoico, pueden pasar por un fruto venenoso incluso. Punto para el guía.
Después de recorrer varios de los picos en la cima, Acero pregunta si bajamos de una vez y en el grupo decimos que sí.
Con los primeros pasos, con una sonrisa picarona, pregunta si queremos probar un camino distinto en el descenso, una ruta que no es caminada desde hace muchos años. La pregunta sobraba, a todas luces. De bajada la aventura fue tantísimo más intensa, como divertida. Una vez más, punto para el guía.
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