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En respuesta al editorial del 5 de mayo de 2021, titulado “Calmémonos y abramos el espacio a un diálogo amplio”.
En mi trabajo de derechos humanos me he topado muchas veces con el sufrimiento. Mujeres que reclaman justicia por la pérdida de sus maridos, madres que lloran a sus hijos desaparecidos, dolor de los mutilados de la Fuerza Pública o de los desplazados de su tierra. Las cifras son frías, callan. El Estado ha hecho esfuerzos para reconocer a las víctimas del conflicto armado interno, aunque más de la mitad de la sociedad no lo reconozca y afirme que lo que existe es una amenaza terrorista, sin reflexionar sobre por qué tenemos nueve millones de víctimas del conflicto.
En mi trabajo de derechos humanos he golpeado la puerta de una casa de población desplazada entregada por el Estado en su programa de vivienda de interés social. 37 metros cuadrados donde habitan hasta 11 personas. Muchas de ellas jóvenes, niños y niñas, que no salen a jugar al parque porque los pueden matar, reclutar para hacer vueltas de microtráfico o usarlos para la prostitución. Ven el progreso y la prosperidad en sus celulares, pero cuando levantan la cabeza están presos en un barrio de 2.000 casas iguales; no tienen $1.800 para salir del barrio hacia esa ciudad donde estigmatizan y persiguen. Niñas de 17, de 19 años, sacan una silla Rimax en la esquina y matan la mañana hasta cuando las llaman a almorzar; después matan la tarde hasta que las llaman a comer. En la noche, suenan los disparos. Las puertas que golpeo para recoger una encuesta tienen, casi todas, impactos de bala, es el barrio Potrero Grande en el distrito de Aguablanca en Cali, yo llevo puesto el chaleco de las Naciones Unidas.
Los años 50 del siglo XX mostraron la violencia política ensañada en zonas rurales. Líderes y curas llamando a la guerra; campesinos huyendo de sus tierras; la resistencia de las guerrillas liberales, génesis de las Farc, inicio del conflicto armado en Colombia. Desde el exterior, la Guerra Fría; la imposición de la doctrina militar de seguridad nacional; nuestros hombres entrenados por los gringos. Dictaduras militares en el hemisferio; nuestro pueblo resistiendo en las calles la de Rojas Pinilla: en Colombia no pelechan las dictaduras militares. Un pacto político para apagar el incendio, un Frente Nacional.
En los años 80 sucedió otra vez. Tras empeñar la confianza, una mano negra asesinó a más de 3.000 militantes de la Unión Patriótica. Hoy son más de 250 los muertos de las Farc, más de 900 líderes asesinados. Pero el país no reconoce. Sentarse a dialogar es reconocer. Militares tienen que reconocer que su fuerza asesinó a más de 6.402 jóvenes para engañarnos sobre sus éxitos. Reconocer y pedir perdón. Iván Duque, como Nayib Bukele en El Salvador, rompió el sistema de pesos y contrapesos adueñándose de Fiscalía, Procuraduría y Defensoría. ¿El resultado? No hay con quien negociar. Fuerzas sociales exigen reconocer, reconocer que la historia se repite si no cambiamos el rumbo para que el incendio no se extienda hasta nuestras casas.
Por Sergio Roldán
