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Colombia acaba de dar un paso importante, aunque en todo caso tímido, hacia una normativa más efectiva en la protección de los animales. Más allá de los réditos políticos que se capturan en medio de causas que son populares pero que no necesariamente se transforman en mejor actuación del Estado, es importante que empecemos por las historias que nos trajeron a este momento. Para que nuestro país empiece a comprender a los animales como seres sintientes con derechos y dignidad, el primer paso es mirar de frente y sin paliativos el horror al que los sometemos y que es muy común.
Ángel fue un perro en Saboyá, Boyacá, que fue sometido a una crueldad inhumana. Lo curioso es que esa crueldad la llevó a cabo, precisamente, un humano. No usamos el término, entonces, por coincidencia, sino más bien con mucho dolor. El 80 % del cuerpo de Ángel fue despellejado. A pesar de que activistas por los derechos animales lo rescataron y lo cuidaron durante tres años, en febrero de este año falleció. Entonces, cuando hablamos de lo inhumano, ¿en realidad nos sentimos cómodos utilizando esa palabra para describir actos que siempre son cometidos por seres humanos? Nuestra relación con los animales ha sido, históricamente, una de supuesta superioridad: la “domesticación” la hemos entendido como sumisión, como una puerta abierta para el maltrato. Ese tipo de mentalidad, que ha empezado a cambiar en las últimas décadas, sigue estando presente en muchas personas. Tal vez no haya nada más humano, que nos haya caracterizado más, que la irracional violencia con la que tratamos a seres que consideramos “inferiores”.
Hablemos de Lorenzo, por mencionar el otro ejemplo que nos convoca. Un perro que hace parte de tantos otros que son usados para “seguridad” humana, para protegernos de nosotros mismos, para identificar riesgos y utilizar sus habilidades para evitarnos tragedias. Una grabación de las cámaras de seguridad del centro comercial Andino, en Bogotá, mostró cómo a Lorenzo lo maltrataban por estar cansado y no querer moverse. La viralidad y la claridad del video causó indignación, pero solo es la punta del iceberg de una realidad oculta: cómo los perros de seguridad son explotados de mil maneras.
Entonces, ahora el país acaba de aprobar la Ley Ángel y la Ley Lorenzo. La primera sube penas para las personas que maten o maltraten animales, y le permite a la Policía entrar a domicilios cuando haya un animal maltratado que necesite intervención. También se hacen promesas sobre una Ruta de Atención al Maltrato Animal y programas de pedagogía para que entendamos la importancia de cambiar nuestra relación con los animales. La segunda busca mejorar las condiciones de los perros que trabajan en seguridad, incluyendo planes de bienestar y retiro que no terminen en abandono e indignidad.
En el papel, ambas medidas son importantes. Sin embargo, como con toda política pública, el diablo está en los detalles de la ejecución. El reto nacional y en cada una de las entidades territoriales es que las autoridades comprendan su rol en la protección de los animales, y que a la par tengamos conversaciones en todos los espacios sociales para entendernos de manera distinta frente a los seres sintientes. No con discursos rimbombantes sobre la importancia de la naturaleza, sino con reconocimientos francos de que hemos sido muy inhumanos con nuestros compañeros de mundo y de que necesitamos cambios estructurales.
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