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Colombia parece estar despertando a la realidad del mercado laboral moderno. Simplificando un problema con muchas aristas, el modelo de pregrado, especialización, maestría y doctorado que imperó a final del siglo pasado y ha sido el trayecto idóneo para los jóvenes en este siglo ya no responde a la realidad. No solo porque la educación superior ha perdido su capacidad de garantizar mejores ingresos y mayor reputación, sino porque los avances tecnológicos y la rapidez con la que el mundo cambia han causado que sea urgente tener la posibilidad de reeducarse de manera rápida, ágil y con calidad.
Ya está ocurriendo. Aunque una y otra vez las universidades dicen que no están muy preocupadas por la reducción en el número de estudiantes que se matriculan en pregrado, la realidad es que estamos viendo un cambio de paradigma a pasos agigantados. Si eso se suma con la bomba demográfica de un país que envejece y tiene cada vez menos hijos, la pregunta de por qué los jóvenes no se sienten atraídos por la universidad se vuelve urgente. ¿Para qué gastar tanto tiempo si lo que me pide el mercado son habilidades que tienen que estar en actualización cada trimestre?
Esto nos aterriza en un gran prejuicio que Colombia tiene contra la educación técnica y tecnológica. En una columna para El Espectador a finales del año pasado, Omar Garzón, investigador del Laboratorio de Economía de la Educación (LEE) de la Pontificia Universidad Javeriana, lo resumió en términos precisos: “La educación técnica en Colombia ha sido vista como la última opción a la hora de profesionalizarse en Colombia. Esto se evidencia en el 4 % del total de la matrícula en 2023, con solo 90.000 estudiantes inscritos en los programas de técnicos profesionales en el país. No obstante, la educación técnica es uno de los pilares fundamentales para fortalecer la economía, mejorar la competitividad e impulsar el desarrollo de cualquier país”. Garzón agrega un dato que debería ayudarnos a empezar a romper con el prejuicio: en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, el 70 % de los profesionales que se gradúan son técnicos o tecnólogos.
Una investigación publicada hace una semana en El Espectador encontró que Colombia cambia a pasos agigantados. Universidades de alto nivel como la Javeriana, los Andes, la Sabana y la Nacional empezaron o empezarán a ofrecer educación técnica y tecnológica. Lo hacen porque reconocen que los jóvenes necesitan poder educarse de manera más ágil sin perder los estándares de calidad. Agregamos una población que también se beneficia con ese cambio: las personas mayores que, por los cambios laborales, necesitan reeducarse para responder a un mercado caótico que evoluciona de forma vertiginosa. La educación necesita con urgencia ser más flexible, más abierta y con mayor capacidad de reaccionar al cambio.
Esto viene con riesgos. Las carreras que no sean consideradas útiles por el mercado, como las de humanidades, siguen en riesgo de asfixiarse. La velocidad, a su vez, puede ir de la mano con una reducción en los procesos de calidad. Por hacer mucho, terminaríamos creando una sobreoferta de pésimas capacitaciones. Por eso necesitamos una reforma educativa que le dé a la educación técnica y tecnológica su lugar, así como procesos en centros educativos y en familias que cambien la conversación en torno a cómo se ve la trayectoria profesional moderna. El paradigma cambió, tenemos que adaptarnos al nuevo mundo.
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