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El sábado 13 de junio de 1953 mi madre cumplía 24 años. Durante las primeras horas de la mañana inició los preparativos para su fiesta en la entonces moderna población de Uribia que en esos tiempos era la capital de la Comisaria de La Guajira. Esta población era aún más joven que mi madre pues para esa fecha había cumplido solo 18 años de fundada. Mientras mi madre mandaba a pedir prestada la radiola y los discos de la época donde su tía Carmita Loaiza, en Colombia era un secreto a voces que se avecinaba un golpe de Estado. Lo que nadie imaginaba era que ese mismo día Colombia tendría tres presidentes entre las primeras horas de la mañana y las diez de la noche.
Nuestro país vivía entonces un agudo momento de la violencia que enfrentó al gobierno conservador de Laureano Gómez con amplios sectores sociales del país. Muchos campesinos liberales se habían organizado en combativas guerrillas en regiones como los Llanos para defender sus vidas y su propio ideario. La respuesta del régimen fue la de extremar las políticas de fuerza y responder con actos de terror. Meses antes las casas de los dirigentes liberales habían sido incendiadas y con el pretexto de la alteración del orden público se convocó a una asamblea constituyente para perpetuar a la facción gobernante en el poder.
El presidente designado, Roberto Urdaneta Arbeláez, ejercía el poder dada la enfermedad del titular. Tanto en la Embajada norteamericana, como en las Fuerzas Armadas, en la Iglesia Católica, y en un sector del propio partido conservador había una creciente inquietud pues la situación parecía salirse de control. En la medida en que transcurrían las horas se agotaban las posibilidades de encontrar una salida pacífica a la candente situación nacional. Mientras mi madre daba los últimos toques a su vestido, el presidente Laureano Gómez reasumió sus funciones y ordenó la destitución del general Gustavo Rojas Pinilla, en ese momento comandante de las Fuerzas Militares.
Al iniciar la noche se escucharon los primeros boleros en la casa de la joven cumplimentada. Esta no se hallaba muy lejos del cuartel de la tenebrosa policía del régimen y en ella habitaba una reconocida familia liberal. El repertorio contemplaba merengues, valses criollos y canciones mexicanas. Una hora después, mientras sonaba el merengue dominicano Compadre Pedro Juan, de Luis Alberti, llegó a la puerta uno de los de la rustica policía conservadora conocida entonces como “chulavita”. El comandante, un jayán mal encarado y con marcado acento del interior del país, ordenó silenciar la música pues esta no era de su agrado. El hermano mayor de mi madre, mi tío José Manuel, corresponsal del periódico Vanguardia Liberal, estalló de indignación, pero fue calmado por sus hermanas para que no cayese en tan riesgosa provocación.
Pasadas las diez de la noche las emisoras anunciaron la toma del poder por el general Gustavo Rojas Pinilla como parte de un golpe de opinión apoyado por amplios sectores civiles. Tropas del ejército desarmaron y desvistieron a los policías sectarios y en ropa interior se los llevaron para siempre de Uribia. La fiesta del cumpleaños de mi madre se reanudó con el merengue A lo oscuro, interpretado por Ángel Viloria. Con doble motivo de celebración, y disfrutando de la música que les vino en gana, el festejo se extendió varias horas más allá del amanecer.
