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El doctor Mauricio Cárdenas posee una inteligencia portentosa. Evito irarme mucho con sus pensamientos, sin embargo, pues temo que me dominen por completo. Hace poco hice una excepción, pues un amigo me envió un clip de una entrevista reciente a mi ínclito doctor y no pude contener mi alborozo: tuve que verla.
En ella, la preclara mollera del exministro craneó un profundo razonamiento que cito a continuación: “la gente quiere flexibilidad, quiere trabajar un rato en Uber, otro rato en Rappi, luego hacer un podcast”. Se levanta así una verdad incólume, indemne, invulnerable: no queremos la rigidez del empleo formal; más bien queremos gozar de las mieles de la precarización.
Para analizar esas palabras, trataré de moderar la dicha que me producen.
En las últimas décadas ha aparecido en todos los países, incluidos los más desarrollados, una nueva clase social por debajo del viejo proletariado: el precariado. No goza de un mínimo de predictibilidad (ignora cuáles serán sus ingresos mañana), ni de seguridad (una lesión o enfermedad significa que no tendrá ingresos), y ni siquiera de un relato para su vida, excepto el de ser “empresarios de sí mismos”.
La egregia inteligencia de Cárdenas ilumina dos puntos básicos sobre este precariado. Primero, los salarios en Colombia son tan pobres que los proletarios tienen que volverse parte del precariado para llegar a fin de mes. Por eso, en algún sentido sí “quieren” la “flexibilidad” de la que habla el doctor irable. Segundo, también hay una gran población excluida del contrato social que “quiere” saltar de una app a otra porque de otro modo no tiene con qué pagar las cuentas: el precariado propiamente dicho.
Aquí sospecho que el castrochavismo le hizo un golpe de Estado a la magnífica testa de nuestro ínclito doctor, pues hablar de “querer” y de “libertad” cuando la gente hace algo obligada por el hambre es una bufonada. Una larga tradición que comienza con los griegos considera que el reino de la necesidad, en el cual imperan las demandas del tragadero y el afán de buscar cobijo, debe diferenciarse del reino de la libertad.
Para un griego antiguo, por ejemplo, solo era libre quien tuviera propiedades e ingresos que le permitieran dedicarse a actividades donde verdaderamente se ejerciera la libertad. Ser auténticamente libre, en otras palabras, significaba no estar sometido a las necesidades de la vida. El “querer libre”, en las versiones más modernas de esta tradición, es diferente cuando se trata de un precariado y de un millonario. En el primero es mínimo (precarizarse o morir); en el segundo es máximo.
¿Golpe de Estado a la testa del doctor? ¡No! Me maravilla cómo el sabio Cárdenas nos pone trampas para llevarnos a las conclusiones correctas. Lo que sin duda quiere es instarnos a hablar sobre cómo los trabajadores formales se deslizan total o parcialmente hacia la precariedad porque las circunstancias actuales los obligan a ello.
¿Pero qué hacer frente al inconveniente del precariado?
En el orbe entero, la derecha proclama la más racional solución: equiparar a proletarios y precariados por lo bajo. Que cuenten solo con derechos mínimos para que las empresas tengan costos bajos. De las fauces de la incorregible izquierda, olorosa a catinga, surge una tesis ilógica y monstruosa: que los viejos derechos sociales del proletariado se apliquen al precariado.
¡Habrase visto!

Por Tomás Molina
