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París, 6 de julio de 1921
Mi querida Françoise,
La mudanza de Shakespeare and Company a la Rue de l’Odéon por fin ha terminado. Contrariando todos los pronósticos, he podido conservar un poco de la cordura que por momentos creí perder. También pude preservar algo de suerte. ¿Recuerdas ese espejo tan bonito que compré en la tienda de antigüedades de los Wright-Worthings? Salió bien librado de una caída. Y cuando pensábamos que habíamos trasladado todo al nuevo local, los dibujos de William Blake, los retratos de Pound y Wilde, las cestas llenas de cartas sin contestar, la mesa plegable, las lámparas y todos, todos los libros, nos percatamos de que los manuscritos originales de Walt Whitman no estaban. Comprenderás que una pérdida como esa podía ser más angustiante que el mal presagio de un espejo roto. Estaba a punto de entrar en pánico cuando mi hermana Holly los encontró en un hatillo de papeles que quedó olvidado en el fondo de una caja.
En medio del caos y la emoción por poder trasladar mi librería a un lugar más espacioso, y a una calle realmente encantadora, recibí la visita de John Quinn. El prestigioso abogado y coleccionista ha estado comprando los manuscritos de Joyce por entregas. Viajó desde Nueva York porque quería ver con sus propios ojos quién es la mujer a la que Joyce le ha confiado la publicación del Ulises. En pocas palabras: vino a vigilarme.
Se empeñó en instruirme sobre el mejor modo de cumplir con mis obligaciones de editora. Sé que Joyce es un escritor excepcional y, como tal, merece que su libro sea editado por alguien capaz de estar a la altura, alguien que tenga la destreza de un sabueso experimentado. Pero a juzgar por sus palabras y sus gestos, no parece que yo pueda dar la talla. El modo en que se refirió a mí, diciendo que no soy más que otra mujer, dejó en evidencia sus prejuicios. He conocido algunos hombres como John Quinn, siempre dispuestos a pontificar y dar explicaciones no pedidas. Mientras lo escuchaba hablar, empleando el tono de superioridad de quien lo sabe todo acerca de ti y del mundo, empecé a preguntarme si debía avivar el fuego de tan absurda conversación.
Algo que John Quinn debería saber es que no soy la única ni la primera. Joyce ha sido rescatado por otras mujeres en numerosas ocasiones. Mujeres como la señorita Jenny Bradley y madame Savitzky, que han traducido sus primeras obras al francés; o como Harriet Weaver, que por intentar publicar el Ulises en Reino Unido le cambió el nombre a la revista The Egoist de un día para otro. Con su estrategia, tristemente fallida, la señorita Weaver pretendía calmar a los lectores que la acusaron de introducir contenido inapropiado –y con esto se referían claramente a los textos de Joyce– en una revista familiar. O mujeres como Margaret Anderson y Jane Heap, que fueron juzgadas y obligadas a pagar una multa de cien dólares por publicar las “obscenidades” escritas por Joyce en la revista Little Review.
Quisiera pecar de ingenua y decir que no sé a qué se refiere John Quinn cuando dice que no soy más que otra mujer. Lo cierto es que lo sé. Como lo sabe cualquier mujer que haya salido del cascarón para asomar la cabeza y preguntarse a sí misma cómo puede actuar en el mundo.
Con cariño,
Sylvia
*Dos años después de que Sylvia Beach abriera Shakespeare and Company en París, Françoise Frenkel inauguró La Maison du Livre Français en la capital de Alemania. No tengo constancia de que existiera una amistad entre las dos mujeres. Me he servido de la ficción para crear un epistolario basado en sus experiencias como libreras y en sus recuerdos sobre algunos de los artistas más destacados del siglo XX.
