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París, 16 de junio de 1921
Mi querida Fraçoise,
Esta mañana estaba tratando de ahuyentar a un perro que al parecer tiene una vieja riña con Teddy. Entonces la vi acercándose a mí, agitando un papel en el aire y resoplando fuego como un basilisco. He cometido la imprudencia de provocar su ira, y creo que esta vez no habrá redención posible. Por si no lo sabías, Dios es mujer, vive en la rue de Fleurus y conduce un antiguo Ford apodado Gody.
Siento gran iración y aprecio por Gertrude Stein, pero de pronto ha decidido que nuestra amistad caiga por un despeñadero. La razón por la que fui expulsada de su paraíso es una nota que imprimimos anunciando que Shakespeare and Company publicará la versión íntegra del Ulises de Joyce. Estaba tan furiosa que no quiso escuchar explicaciones. Canceló la suscripción que tenía en la librería y se marchó murmurando ve tú a saber qué cosas.
¿Acaso soy responsable de que ella deteste al mejor escritor de nuestro tiempo?
No es la primera vez que estoy en desacuerdo con Gertrude. Un día se me ocurrió opinar sobre el trato que reciben las esposas de los artistas que visitan su casa. Oh, esa casa... Frecuentada por Braque, Matisse, Picasso, escritores consagrados y estudiantes que revolotean a su alrededor, prestos a que una palabra suya los eleve a las nubes o los arroje a un pozo de inmundicia. Es como su pequeña catedral, con cientos de libros y obras de arte, un taller anexo al que se accede por un pasillo y un saloncito en el que hay un diván. Su diván.
Confieso que al principio me divertía viendo cómo Gertrude y su inseparable secretaria, la señorita Alice B. Toklas, ejecutan un plan para que las esposas se mantengan al margen de la conversación. Así es como funciona: cuando Gertrude discute con pintores, escritores y músicos, la señorita Alice convence a sus esposas de abandonar la sala con las más insólitas excusas. Parece que el interés de Gertrude por el proceso creativo excluye por completo la parte que suelo llamar cuarto de máquinas, término con el que me refiero a los aspectos prácticos de la vida, sin los cuales ningún ser humano, por muy genio que sea, podría sobrevivir.
El mismo Joyce se siente aliviado cuando su esposa Nora lo llama inútil. Que alguien le recuerde su condición de simple mortal, frente a las constantes muestras de iración que recibe del público y de ésta, su humilde editora, es una auténtica dicha. Nora no ha leído el Ulises. La literatura no le interesa en lo absoluto. Se la pasa despotricando de su marido y sus dos hijos. Los acusa de no mover un dedo para mantener en orden la habitación de hotel en la que viven, mientras que el bueno de Joyce invierte toda su energía en escribir garabatos incomprensibles en un cuaderno. ¡Por qué no me casé con un trapero o con un agricultor!, se lamenta a menudo. No sé qué sería de Joyce sin Nora. Ella está presente en cada uno de los garabatos que escribe.
¡Cuánta templanza de espíritu hace falta para sobrellevar semejante tarea! Me pregunto si alguien, alguna vez, escribirá sobre las mujeres que han llevado sobre sus hombros el peso de las bellas artes.
Con cariño,
Sylvia
*Dos años después de que Sylvia Beach abriera Shakespeare and Company en París, Françoise Frenkel inauguró La Maison du Livre Français en la capital de Alemania. No tengo constancia de que existiera una amistad entre las dos mujeres. Me he servido de la ficción para crear un epistolario basado en sus experiencias como libreras y en sus recuerdos sobre algunos de los artistas más destacados del siglo XX.
