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Tengo un remoto recuerdo de una corriente de sangre que salía de un pasaje de inquilinatos, el San Francisco, en Bello. Había gente que gritaba aterrorizada y seguía de largo por la calle, como escapando de esa visión cruel y espeluznante. Un marido desaforado había matado a su esposa, picándola a puñaladas. Años después, cuando pasaba en un bus por la autopista Norte, observé en la Manga de Lázaro (o de La Madera), un grupo de personas que parecían levantar unos cadáveres. Eran los de dos mujeres incineradas.
Una de ellas, Verania del Socorro Gómez Roldán, había sido una muchacha atractiva, de bellas formas y que, de pronto, se metamorfoseó en macho, perdió toda su femineidad y se dedicó a formar parte de una banda delincuencial. Fue un crimen horripilante, que llenó páginas de periódicos y espacios de noticieros radiales. Era abril de 1975.
Muchos años después, en la quebrada La García, hampones sometieron a una larga tortura a la mujer trans Sara Millerey González Borja, en un crimen de transfobia, que ha puesto en evidencia, entre otros asuntos de sadismo, indiferencia social y naturalización del asesinato, la insolidaria abulia de espectadores que grabaron la agonía de Sara, sin ayudar a nada, ni siquiera llamar a la policía (suponiendo que eso hubiera sido útil) o al ruidoso helicóptero de la Alcaldía de Medellín (aunque el crimen hubiera sido en Bello).
Quizá hemos llegado, en una sintomatología de una sociedad enferma, desahuciada, y que merecería ser destruida en sus fundamentos, a una absoluta indiferencia, a una negación del otro, a la muerte de la solidaridad y a la complicidad con los victimarios. Esto último hace rato se viene abonando en un país de inequidades, de violencias arraigadas y queda la impresión de estar siempre, o casi siempre, del lado de los asesinos.
Nos han amamantado con sangre, con sadismos infinitos, con “cortes de franela”, con motosierras que cortan cabezas de víctimas inocentes y con las que los depredadores, en un acto de inacabable barbarie, juegan al “fútbol” con ellas. Y, para no devolvernos a los días funestos de los “pájaros”, de los bandoleros, de la “chusma”, de los chulavitas, de los aplanchadores laureanistas, de los degolladores de niños, nos han “alimentado” en una orgía de interminables horrores con “falsos positivos”, argumentados estos con una infinita sensación de desprecio por la vida de los elegidos para la farsa sanguinaria de hacer pasar por guerrilleros a campesinos desempleados, honrados, pero que, según el presidente de turno, no “estaban propiamente cogiendo café”.
El crimen de Sara Millerey nos degrada a todos. Y no solo por lo que decía John Donne (“la muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad”), sino porque nos da patente de seres impasibles ante lo que debe ser rechazado y condenado. Escuché, de paso, declaraciones pervertidas como “y qué tanta bulla por la muerte de una trans”, “qué tanto es que maten a una marica”, “quién sabe qué debía”, y así. Somos cómplices de los asesinos.
Le hemos dado alas a la impunidad, de un lado y de otro. Nos complacemos con el bandidaje, con el lumpen, con la degradación del debate y, además, con las enormes carencias educativas y culturales, que hacen que los conflictos se resuelvan borrando al otro, negando los espacios al que piensa distinto. Aherrojándolo. O, así de simple, quebrándole piernas y brazos y tirándolo a una pútrida quebrada sin permitir ningún auxilio, ninguna muestra de empatía o respaldo. “Eso no es conmigo y listo”.
A veces da la impresión de que todo esfuerzo por cultivar la solidaridad, por erradicar la apatía social, es parte de una gesta inútil. Es el triunfo del utilitarismo. Como decir, por ejemplo, la solidaridad no da plata, no aumenta el capital ni acrecienta las divisas. Tal vez, lo que todo esto significa es que el actual estado de cosas merece extinguirse. Ningún “valor” del presente sistema sirve a lo humano.
Hay que recordar, de nuevo, al pastor luterano alemán Martin Niemöller y su célebre cita: “Primero vinieron por los comunistas, y guardé silencio porque no era comunista… Luego vinieron por los sindicalistas, y no hablé porque no era sindicalista… (…) luego vinieron por mí, y para entonces ya no quedaba nadie que hablara en mi nombre”.
Tiene que haber unos mecanismos del reloj social que no funcionan. Puede ser que hayamos alcanzado enfermizos grados de degeneración, de absoluta decadencia de las que se han denominado las “bondades humanas”. No faltan los que, sin sonrojarse, sin sentir pena alguna, demuestran su bestialidad (con perdón de las bestias, claro). Los gritos de angustia y dolor de Sara siguen escuchándose en la oscura noche bellanita, colombiana. Primero vinieron por las trans, pero como yo no lo soy, qué diablos me importa que las maten.
