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Las noticias de la Bienal de Arte de Venecia 2024 ya pueden parecer viejas. Sin embargo, esta columna no busca ser noticiosa, sino ser punto de vista y, al visitar en semanas pasadas este espacio, no puedo dejar de sentir que se saldó una deuda histórica importante. Adriano Pedrosa, primer curador latinoamericano en la historia de la Bienal, invitó a la mayor cantidad de artistas posibles del sur global. La selección fue, ante todo, un “statement”: hace mucho, la periferia es el centro, pero no habíamos tenido un lugar hegemónico del arte para mostrarlo. Cada ficha técnica de la curaduría Stranieri Ovunque reiteró: “Este artista está por primera vez en la Bienal de Venecia”, y estos gestos tuvieron un sentido sumamente político en términos de representación.
La Bienal (y eso la hace un poco anacrónica) se ha basado en un modelo de pabellones nacionales, y desde ahí se ha convertido en un lugar para proyectar geopolíticas de poder. En ediciones recientes esto se comenzó a desestructurar y naciones colonizadoras abrieron espacios para artistas de sus excolonias, dando posibilidades a perspectivas críticas muy constructivas. Sin embargo, en el pabellón central y en el arsenal estuvieron las miradas más incluyentes, y el foco se concentró en los márgenes. Sin duda, Colombia fue uno de ellos: nunca tuvo pabellón oficial y no fueron muchos los colombianos incluidos. En este sentido, Pedrosa invitó a 15 artistas de nuestro país, principalmente, a los núcleos históricos (algo que recientemente se ha implementado en las bienales: quieren parecerse a museos por una necesidad de contextualizar creaciones actuales con el arte del pasado).
Me interesa enunciar el término “outsider”: la Bienal incluyó muchísimas obras que se entendieron bajo esta etiqueta, cosa que también sucedió en la última bienal de São Paulo, en donde además de los artistas mal llamados “primitivos”, que generalmente son de comunidades indígenas o no occidentales, se destacaron los creadores Arturo Bispo do Rosario y Aurora Cursinho Dos Santo, quienes crearon maravillas desde sus problemáticas psiquiátricas o médicas. Y aunque las etiquetas hoy en día sobran y el término “arte” se estira, no deja de causarme impresión que el arte de lo alterno, de lo que está por fuera de la institución entre al “mainstream”, porque este espacio sin duda lo contamina.
El “outsider art” parte de propuestas liberadoras de la mente y del espíritu occidental domesticado por la noción de bellas artes. De la mano de Andre Breton, Dubuffet creó la compañía de arte bruto en 1948 para acoger creaciones destacadas realizadas por niños, pacientes psiquiátricos o prisioneros por considerar que, al no tener entrenamiento y estar liberados de las estructuras tradicionales de existencia, creaban individualidades.
Hoy el medio se acerca a los márgenes porque, tal vez, en este lugar hay mucho más que decir. Sin embargo, ¿dónde será el nuevo afuera de los de afuera? ¿Y cómo hacer para que el “outsider” no se gentrifique y confirme estereotipos de exclusión social? Paradojas y más paradojas que nos trae el mundo del arte que no quiere ser arte.
