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En un mundo desgarrado por las guerras, la codicia de los poderosos y la miseria de las masas perseguidas, bombardeadas y sometidas a los rigores del hambre, todavía hay esperanza. La encarna un hombre escogido por sus pares para dirigir un ejército desarmado de mil cuatrocientos millones de soldados. Está revestido de una autoridad moral que no sueña ninguno de los déspotas que gobiernan las mayores potencias del planeta.
No sabemos cómo se pusieron de acuerdo los príncipes electores del Vaticano para elevar a Robert Francis Prevost al trono desde el cual ejerce ahora el poder espiritual y la influencia suprema sobre los creyentes católicos. Estos atribuyen la elección a la inspiración del Espíritu Santo. Otros estiman que se ganó el corazón de sus compañeros de cónclave por su empatía y sus años de servicio a la Iglesia y a sus fieles en Chicago y el Perú, donde fue apostólico y obispo de Chiclayo antes de su proclamación como cardenal por el papa Francisco.
Hoy su figura inerme, vestida con la sotana que reemplazó a la túnica blanca de los tiempos de San Pedro, símbolo de pureza y castidad, aparece en el escenario mundial como una fuerza moderadora para distensionar las relaciones entre las potencias que se disputan el control del planeta. No posee el poder temporal que sus antecesores ejercieron desde la caída del Imperio Romano hasta el Renacimiento. Tampoco enfrenta los cismas de otras épocas ni las confrontaciones con los poderes temporales que vivió la Iglesia hasta la creación de los estados pontificios y la consolidación del Estado Vaticano. Pero su palabra es escuchada en todo el mundo y con ella puede ejercer un poder superior al de quienes tienen a su disposición la capacidad de lanzar bombas termonucleares.
Ya sus primeros gestos produjeron un gran efecto entre tirios y troyanos. El primero fue la selección de su nombre oficial. No quiso llamarse Francisco II para no molestar a los sectores más conservadores de la iglesia, que nunca compartieron el espíritu abierto y progresista del papa Francisco. Pero, al adoptar el de León XIV, envió un mensaje que refleja su iración por León XIII, el pontífice que creó la moderna doctrina social de la Iglesia católica y por esto fue llamado “el papa de los obreros”. Aún se recuerda su encíclica Rerum novarum, en la que proclamó en 1891 el imperativo de resolver los problemas generados por la Revolución Industrial, el derecho de los trabajadores a organizarse y crear sindicatos, la obligación de los empresarios de pagar salarios justos y la necesidad de la colaboración entre las clases sociales en lugar de la lucha de clases.
Es conocida la posición del nuevo papa sobre los principales problemas que enfrenta hoy la humanidad, empezando por las guerras y la persecución que sufren los inmigrantes pobres en los países ricos y principalmente en Estados Unidos. Seguramente hará oír su voz en la forma tradicional de las encíclicas, como lo hizo León XIII en otra época turbulenta en la que ejerció el papado, desde finales del siglo XIX hasta comienzos del siglo XX. Es la esperanza que alientan millones de seres afligidos que sufren la opresión y confían en que su llegada al trono espiritual de Roma hará cambiar las cosas. La voz y la acción de León XIV defenderán, sin duda, los derechos humanos, cuyo respeto es el fundamento de toda sociedad democrática.
Desde Moscú hasta Washington, pasando por Beijing y otras grandes capitales del mundo, las palabras del nuevo pontífice serán escuchadas con atención, como lo fueron las de León XIII. Ni Donald Trump, ni Vladímir Putin, ni Xi Jinping podrán ignorarlas. Aunque ninguno de ellos comparte la fe del papa, todos conocen la influencia que sus palabras y acciones pueden ejercer sobre una gran parte de la humanidad y, en consecuencia, sobre la suerte del planeta entero.

Por Leopoldo Villar Borda
