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En Colombia, los músicos no viven de la música. El violinista no vive de tocar violín, ni el pianista de tocar piano, ni el cantante lírico de cantar. Viven de actividades interdisciplinarias que se cruzan con su oficio de intérpretes: son profesores, gestores, críticos, jefes de prensa o periodistas, como yo. Cosa que, desde luego, no está mal en absoluto. Trabajar por la música es indispensable para la música. ¿Pero qué pasa con quienes gastaron mínimo diez años en su formación como intérpretes y necesitan que ese sea su modo de supervivencia?
Un contradictor podría argumentar que los que trabajan en orquestas tienen un contrato formal y reciben garantías plenas. En Colombia solo existen seis orquestas sinfónicas profesionales, cada una con menos de 60 integrantes. Eso da, por mucho y siendo optimistas, 360 músicos con buenas condiciones laborales, cifra que a duras penas equivale a la cohorte de graduados de un año en cualquier universidad. ¿Y el resto?
Simple: el resto son trabajadores informales y prestadores de servicios. Les pagan por concierto, por temporada o por montaje. Pasan cuentas de cobro o tienen contratos por menos de seis meses. Ahora bien, a eso hay que agregarle que no existe una industria cultural tan fuerte como para garantizarle a los músicos suficientes conciertos para vivir.
Piensen en un cantante de ópera: ¿cuántas óperas se hacen en Colombia al año? Tres, cuatro, seis en el mejor de los casos. ¿Cuántos personajes tiene una ópera? En promedio 12, máximo 20. ¿Cuánto debe estudiar un cantante para aprenderse su papel? Entre tres y seis meses; sin embargo, ese tiempo de trabajo no está remunerado, solo las funciones y los ensayos. Piensen ahora en un pianista correpetidor, ese que reemplaza la orquesta durante las prácticas vocales. Estudia entre cinco y ocho horas al día para aprenderse la música y solo recibe remuneración por cada hora de correpetición.
Esto, claro está, en casos de talento excepcional. Los músicos que hacen parte de la media son trabajadores informales. Los contratan por evento y les pagan por día. En cualquiera de los dos casos, las condiciones laborales son pésimas, situación que resulta aún más preocupante cuando se tiene en cuenta la inversión necesaria para titularse. Hablo desde la música porque es mi campo y lo conozco, pero la misma lógica aplica para cualquier otro artista.
Una primera luz apareció con la reforma laboral. El artículo 42 contemplaba la implementación de contratos laborales escritos, la equiparación de derechos con otros sectores laborales, el reconocimiento de pagos por horarios extendidos y la eliminación de la figura de prestador de servicios. Promesas que hasta el momento no pueden cumplirse porque ocho senadores no escucharon a los artistas –ni a los trabajadores colombianos– y hundieron la reforma laboral en la comisión séptima.
Es triste ver lo involucionada que resulta esta decisión, que asume el arte como simple superficie estética. Prescindible y decorativa. Que ignora los procesos sociales que encierra y los motores de cambio que representa. Es triste ver tanta ignorancia.

Por Laura Galindo
