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Esta semana, la Cámara de Representantes aprobó en comisión primera la ponencia de Ley Integral Trans, un proyecto radicado en el 2024 que le permitirá a personas trans y no binarias tener garantías en salud, educación, trabajo y cultura. La aprobó junto a más de 16.000 firmas que la respaldan. La aprobó a pesar de los prejuicios de los antiderechos y del montón de mentiras absurdas que llenaron las redes sociales. Por si acaso: no le van a quitar la patria potestad a los papás que no permitan el cambio de sexo de sus hijos, ni se los van a llevar a una casa de acogida.
Es inverosímil que las sociedades evolucionen, pero sigan existiendo la homofobia –transfobia en este caso puntual– y el prejuicio. El término lo usó por primera vez el sicólogo George Weinberg alrededor de 1960, quien definió la homofobia como “miedo a estar en un espacio cerrado con homosexuales”. Ese miedo, dice Weinberg, es la consecuencia de varios factores: imposiciones religiosas, generalizaciones erróneas y sistemas patriarcales y heterosexistas. En palabras sencillas: es una creencia equivocada que asume la heterosexualidad como norma e invalida cualquier tipo de diferencia. “No es posible decir que un paciente está sano cuando no ha superado su prejuicio hacia la homosexualidad”, escribió en uno de sus ensayos.
Lo más irónico –y cruel– de todo es que la homofobia y el heterosexismo voltearon la balanza durante muchos años y lograron que la homosexualidad y la transexualidad fueran consideradas enfermedades mentales. Que se persiguiera la diferencia, se discriminara, se penalizara y se violentara. El verdadero enfermo, quiero pensar que desde la ignorancia y no desde la malevolencia, resolvió que los enfermos eran otros.
Las consecuencias, sobra decir, han sido espantosas: crímenes de odio, terapias de conversión, torturas, discriminación, violencia sistematizada, ausencia de derechos fundamentales. Durante el 2024, fueron asesinadas 164 personas LGBTIQ+. Una cada dos días y cinco horas. A eso se suma que existe un subregistro en el caso de las personas no binarias. Sin ir muy lejos y poniendo nombres propios, hace dos meses Sara Millerey González fue asesinada a golpes en Bello, Antioquia. Le rompieron las piernas, los brazos y la arrojaron al río.
La pregunta, entonces, se vuelve retórica: ¿quién es el enfermo? ¿El que se sale de una creencia equivocada que se hizo norma a partir del miedo y la ignorancia? ¿O el que sobre la superioridad de una moral falsa se cree con derecho a invalidar la existencia de otros, maltratarlos y discriminarlos?

Por Laura Galindo
