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Algo tienen los realities que, al parecer, son aborrecidos por la audiencia y adictivos al mismo tiempo. Puntean siempre en el rating, son tendencia en las redes sociales y tema de conversación en el día a día, pero nadie acepta con orgullo que los ve religiosamente. Son un placer culposo del que no se puede presumir porque está muy lejos de lo que consideramos cultura. Y claro, ¡que las diosas nos libren de no ser cultos! De no ir al teatro, leer libros o escuchar música clásica. Que nos libren de no replicar el modelo sofisticado de la alta cultura.
¿Por qué los vemos, entonces? La respuesta más elaborada está escrita en ensayos dedicados a la Mass Culture. Los realities son productos de entretenimiento que reúnen todas las formas, vale la redundancia, de entretenimiento televisivo. Tienen algo de documental, porque registran la vida de personas inscritas en un experimento; de melodrama, porque reúne amores, odios, traiciones; de clip, porque está hecho a partir de fragmentos ágiles y dinámicos que contrastan entre sí; de Talk Show, porque como televidentes participamos de conversaciones desenfadadas en las que conocemos personajes, en teoría, famosos; de concurso, porque los participantes se someten a pruebas y compiten entre ellos; y de en vivo, una de las formas más baratas y efectivas de hacer televisión.
Desde luego, no son productos educativos ni altruistas. Todo lo contrario, algunos, como La casa de los famosos, son ventanas a la degradación humana, a los vicios que nos habitan y que, por moral universal, mantenemos al margen. El entretenimiento no está obligado a ser educativo, está obligado a entretener. Así como las películas de terror gore o los comediantes vulgares de doble sentido. Y es precisamente eso lo que creo que disfrutamos en los realities: ese sentido de incorrección que nos regresa al salvajismo, que nos indulta de la sensatez y nos permite liberar las pasiones primitivas.
Lo interesante es que ese indulto se da a través de terceros. No somos nosotros, los televidentes, los que nos hacemos salvajes. Son ellos, los de la pantalla, los que se violentan y degradan, mientras los juzgamos desde la superioridad de nuestra moral universal. La pregunta ahora es: ¿no paramos de ver realities porque nos gusta probar que somos mejores o porque necesitamos desfogar, así sea como espectadores, nuestro propio salvajismo?

Por Laura Galindo
