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Andrés Calamaro se presentó en la Arena Cañaveralejo de Cali y, mientras cantaba su “flaca no me claves tus puñales”, defendió la tauromaquia y lamentó que en Colombia estuvieran prohibidas las corridas de toros. El público lo abucheó y él quedó tremendamente ofendido. Después, en su cuenta de Instagram, publicó una diatriba larguísima en se refería a los taurinos como una minoría de derechos violentados por la corrección política.
Entre sus muchos –y no tan sensatos– argumentos, uno me saltó como aceite caliente: “no sé si los aficionados son mayoría en Colombia, pero tampoco la literatura es mayoritaria, de momento no se queman libros y la biblioteca sigue abierta”. Un símil entre literatura y tauromaquia es completamente absurdo y solo evidencia lo mal lector que es quien se atreve a hacerlo.
Mientras la literatura existe con intención de crear, las corridas de toros existen con intención de destruir. El animal muere. Punto. Ni la naturaleza ni la finalidad son las mismas. Y a eso se suman los argumentos de distintos pensadores: Peter Singer, utilitarista australiano, sostiene que el dolor y la crueldad que pueden habitar la literatura son simbólicos, mientras el que produce la tauromaquia es real, tangible y certero. Repito, el animal muere. Punto.
George Steiner, teórico y literato inglés, explicó en su libro Lenguaje y silencio que la literatura permite la evolución social. La raza humana se desarrolló gracias al lenguaje, a su dominio y a sus usos artísticos. Imaginar mundos y habitarlos a través de las palabras es, quizá, la mejor forma de mover una civilización hacia la moral universal. El espectáculo de los toros, por su parte, no es más que una práctica ritual y, como todas las prácticas rituales, primitiva y violenta en su esencia.
Y por último, Michel Foucault, en sus estudios críticos a las instituciones sociales, demuestra cómo muchas prácticas culturales están relacionadas con la violencia y cómo esa misma evolución social a la que me refería antes depende de que podamos reconocerlas y transformarlas. Ahí, de nuevo, aparece la literatura, que permite empatizar a través del estremecimiento, es decir, de esa capacidad de conmovernos con experiencias que no son nuestras, pero que nos tocan a través del arte. Esa crueldad simbólica que planteaba Singer es la que nos permite entender el dolor de la crueldad, reconocerla en las corridas de toros y transformarla.
En pocas palabras: la literatura nos permite ver que la tauromaquia es una barbarie y por eso, solo por eso, no son comparables.

Por Laura Galindo
