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Una de las vivencias más importantes de todo narrador es cuando vislumbra su materia prima, la temática sobre la cual va a escribir durante el resto de su vida.
No exagero. Este descubrimiento es trascendental. Cuando un escritor comienza a trabajar, y más después de leer a los grandes maestros de su profesión, lo que más siente es cierto pudor y vergüenza, porque la pregunta que se impone es inevitable: ¿qué interés puede tener lo mío frente a los mejores libros de la historia? ¿Cómo pueden ser interesantes mis experiencias personales, pequeñas y pueriles, dignas de ser leídas por otros, cuando se puede leer a un Julio Verne o a un Alejandro Dumas? ¿Acaso voy a compartir mis experiencias infantiles, mis años del colegio, de la universidad? ¿Eso a quién le podrá interesar?
Así le pasó a García Márquez. Sus primeros relatos, reunidos en su libro Ojos de perro azul, evitaban su realidad personal, pues eran textos magistralmente escritos pero sin vínculos directos a las vivencias del autor. Esos cuentos, claramente influidos por su primer gran precursor, Franz Kafka, eran “químicamente puros”, como los describiría con agudeza Mario Vargas Llosa, en el mejor ensayo que se ha escrito sobre el proceso de formación de su amigo de entonces. “Se trata de una actitud típica”, escribe en Historia de un deicidio. “El joven que comienza a escribir cree que la originalidad consiste en rechazar como materiales de trabajo los que le ofrecen su propia experiencia y el medio en que vive”. Y fue sólo años después, al leer a William Faulkner, al deleitarse con las imágenes tan bellas y asombrosas del caluroso sur de Estados Unidos, tan parecido al Caribe colombiano; sólo en ese momento García Márquez entendió que la realidad de la Costa Atlántica, que él había vivido de niño en el hirviente pueblo de Aracataca, pobre, fea y miserable, no era pobre, ni fea ni miserable, y que, por el contrario, estaba cargada de un inmenso potencial estético, poético y narrativo. Y es ahí, tras su estremecedora lectura de Faulkner, que aparece por primera vez el trópico en la obra del autor colombiano, junto con el calor abrasante, la invención del nuevo mundo de Macondo (como lo había hecho el novelista del sur con el condado de Yoknapatawpha), el humor y las vivencias biográficas del escritor. La literatura de su maestro le validó su mundo personal y le confirmó la temática a nuestro Premio Nobel. Una temática que resultaría inagotable.
A menudo esa validación depende de un maestro, en efecto. Cuando ves que uno de los grandes pasó por tus mismas dudas e incertidumbres pero aun así descubrió su propia voz. Y más valioso aún: cuando entendió una idea liberadora: que uno es dueño de una chiva, una primicia. Que, de miles de millones de personas que viven en el planeta, sólo tú puedes contar tu propia historia. Y tan pronto haces ese descubrimiento, que suele pegar con la fuerza de una revelación, entiendes que tu cantera de vivencias no tiene fin y que estas, además, son dignas de ser contadas, siempre y cuando procures crear una obra que perdure y que aspire a lo sublime. “La literatura no son anécdotas” dijo Gertrude Stein. Pero al menos tienes el barro con el cual harás tu obra. En ese momento contarás con tu material de trabajo, y tendrás, a la vez, tu carta de navegación.
