Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Es fácil olvidar. Y más fácil ignorar. Porque saber es incómodo. Requiere esfuerzo, abrir los ojos, intentar ver lo aparente y también lo oculto. Además, duele. Duele recordar y saber, porque nuestro pasado, que luce nítido y estático en tomos de historia, está compuesto de muchas cosas, pero ante todo de sufrimiento. De un inmenso e inconmensurable sufrimiento padecido por multitudes, cuya sangre derramada en miles de conflictos, guerras y disputas late justo debajo de las calles asfaltadas de la modernidad.
Entonces conviene abrir bien los ojos. Y eso es lo que hace Julia Navarro en su novela El niño que perdió la guerra.
La historia abarca casi 70 años. Un niño de cinco años, Pablo, es arrancado de los brazos de su madre en Madrid en 1938, y es enviado a Rusia, donde su madre adoptiva, Anya, lo acoge con cariño y su hijo, Ígor, se vuelve su hermano. Eso atenúa el sufrimiento, pero no lo elimina.
La autora describe dos regímenes totalitarios muy distintos. Uno es de izquierda, comunista, la URSS de Stalin, y el otro es de derecha, fascista, la España de Franco. Pero lo llamativo no son sus diferencias sino sus semejanzas: su empeño en cazar a los enemigos del régimen, sus prisiones infames, la represión y la negación del pensamiento libre, y el desprecio por la cultura.
La idea de la cultura que comparten estos regímenes es contradictoria. La ven como un lujo banal, un quehacer superficial sin valor o servicio para la patria. Pero, a la vez, la ven como algo sedicioso y subversivo, una actividad tan peligrosa que se debe perseguir, prohibir y censurar. La madre biológica de Pablo en España es caricaturista, y su madre adoptiva en Rusia ama la música y la poesía. Y ambas son encarceladas y torturadas por leer autores prohibidos, incluyendo a Tolstoi, y por atreverse a buscar la libertad.
La novela no maquilla la violencia ni matiza el horror. Al contrario: describe en detalle la barbarie de los vencedores en España, las celdas abyectas del franquismo, la inimaginable batalla de Stalingrado y el infierno de los campos del Gulag.
Sin decirlo en ningún momento, y esto es de lo mejor de la novela, la autora resalta el valor de la democracia. Un sistema político que es, a menudo, menospreciado en sociedades libres y abiertas, pero añorado con todas las fuerzas en países totalitarios. Un sistema donde, a pesar de sus defectos, es posible criticar al poder y pensar no es un delito.
Solemos olvidar algo más: quienes ponen en práctica esas ideologías tan altisonantes, que ofrecen respuestas a todas las preguntas de la Historia, llenas de valores absolutos y llamados a la patria, son, a menudo, gente mezquina, pequeños burócratas y delatores, llenos de odios y rencores, que usan su trozo de poder para ajustar cuentas personales y vengarse del vecino. Ese contraste entre la supuesta grandeza de la ideología y la pequeñez de sus ejecutores, eriza.
Y la novela eriza hasta las lágrimas. Porque rescata el heroísmo de quien se niega a participar en lo inmoral. De quien se atreve a pronunciar la palabra No. Por eso sufrimos con la suerte de los personajes, y los sentimos reales y cercanos. Entrañables. Y seguro perdurarán en nuestra memoria más que mucha gente que conocemos en la vida real. Esa es la gran prueba de una obra literaria. Y es su mayor triunfo.
