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Colombia propicia frutos irables y desgarradores como Morir es un país que amabas, un libro de 977 páginas que reúne 413 poemas inspirados en igual cifra de líderes y lideresas sociales asesinadxs en el país desde que se firmó el Acuerdo de paz, en noviembre de 2016, hasta julio de 2021. (En realidad son 414 los poemas, porque Felipe Agudelo le dedicó uno a los N.N.).
“¿Cómo zurcir una herida que nos pertenece a todos como país? ¿Cómo sortear la oscuridad para transformarla? ¿Cómo reinventar el lenguaje después de la Violencia?”. En julio de 2020, en plena pandemia, tras meses de echarle cabeza al asunto, el editor y escritor Eduardo Bechara le propuso a sus colegas Stefhany Rojas y Fredy Yezzed llevar a cabo un proyecto doloroso y desmesurado: convocar a poetas de todo el territorio y asignarle a cada cual un líder extinto con el propósito de crear textos que ayudaran a preservarlos del olvido.
Considerándola como un gesto humano profundo, gente como el tolimense Nelson Romero apoyó la iniciativa, destacando el hecho de que la poesía se comprometiera “con la memoria de los líderes, con el dolor de este país”. En principio se contempló homenajear a 295 líderxs, pero sobre la marcha irrumpió una terrible realidad: a medida que más poetas se sumaban al proyecto, más líderxs eran asesinadxs. Entonces la cifra fatal aumentó de 295 a 301, y luego a 313, y luego a 351, y luego a 401, y finalmente a 413, pues se dieron cuenta de que si no hacían un corte la tarea sería infinita. (A la fecha, se estima que ya son 1.870 lxs líderxs sacificadxs desde noviembre de 2016).
Así cobró forma este enorme sudario de 414 variaciones sobre el exterminio de los liderazgos sociales en el país. “Hilos de sangre atan estas palabras,/ mas son un poema de amor”, declaró Fredy Yezzed. Y mientras Juan Manuel Roca emprendió “un inventario de vacíos,/ de barcas que encallaron en la niebla”, Miguel Iriarte enumeró las razones de cada disparo que le propinaron a William Rodríguez, el líder número 348 de la lista: “Uno, por reclamar sus derechos/ Dos, por luchar por sus anhelos/ Tres, por querer llegar más lejos/ Cuatro, por la miseria heredada,/ Cinco, por la violencia y su plaga/ Seis, por la paz que nunca llega/ Siete, para que nadie se atreva/ Ocho, para fomentar el miedo/ Nueve, para oscurecer el cielo/ Diez, para que haya desplazados/ Once, que se larguen a otros lados/ Doce, que no vuelvan a este suelo”.
Este rito de duelo colectivo constituye un canto polifónico donde confluyen muchos matices. La ira en los versos de Juan Camilo Lee: “este poema es un montón de tripas al aire// tus ojos, lector, son las alas de los buitres que lo rodean,/ tus pensamientos, lector, son las moscas que lo fecundan”. La ironía de Ela Cuavas: “Venid a ver a este muerto de hoy,/ a este muerto de ayer,/ a este de mañana./ Nombradlo como Juan,/ como Pedro,/ como Luis./ Limpiad su sangre de las aceras,/ de la terraza,/ de nuestras almas”. La aspereza de Nikai Igaido: “todos en Colombia mueren antes,/ la sangre que alimenta su venganza es siempre joven:/ el cadáver crece entre la tierra,/ si era niño se hace hombre”. El desencanto de Diana Pinzón: “Mi patria es violenta y mi tierra ya no es mi tierra./ Los gemidos ahora son geranios sobre la arena.// Mi patria es sombría y la sangre abona a su tierra./ Es un delirio bailarle a mi bandera”. O la convicción de Pedro Arturo Estrada: “Vendrá la vida y tendrá tu rostro/ Vendrá la vida y tendrá tu voz/ tu palabra de entonces”; de Samuel Solórzano: “aunque el cuerpo se hunda las ideas flotan/ y en otra cabeza hablarán con la misma valentía”; y de Saúl Gómez Mantilla: “Cada mañana, tu recuerdo llega y ayuda en las labores diarias (…) de algún modo te comunicas, nos hablas. Así lo quiero creer, lo necesito creer, eres tú, una presencia, el secreto que mi silencio guarda”.
Al asumir en primera persona las voces de lxs líderxs asesinadxs, varios de los poemas les restituyen la vitalidad truncada violentamente. “Esto implica sacarlos del anonimato, revivirlos mediante la poesía”, destacó Luz Helena Cordero. Así, Yirama Castaño le dio voz al médico tradicional nasa Enrique Güejia: “Me muevo entre la niebla y los valles estrechos. Equilibro los espíritus. Busco la armonía. Soy Wala y este es mi bastón de mando. Me hablan las plantas y las hierbas. Llovió la noche de mi muerte. Y yo me sentí hijo del agua”. Juan Diego Tamayo hizo lo propio con el comunero caucano Fernando Lozada: “Tuve un nombre/ Que es destello, fuerza y misterio./ Nada muere en el telar de la vida/ Y menos ahora/ Que un hilo de mi sangre/ Empieza a bordar una estrella”.
“Lo de los líderes sociales es un asunto muy complicado. Como sociedad nos debería importar a todos, pero es un tema de minorías. No sé si sea tolerancia o desidia, pero esa falta de vocería favorece la persistencia de la violencia, la falta de medidas”, planteó Yubely Vahos al sumarse al proyecto. En ese sentido, Morir es un país que amabas es un acto mancomunado de resistencia estética en contra de la barbarie. “Tal vez no sirva de mucho ante los ojos de quienes promueven y realizan estos asesinatos, pero deja una constancia: las víctimas no están solas”, anota el editor Eduardo Bechara.
No estarán solas mientras haya conciencias que proclamen, como Omar González: “Pretenden el silencio/Elevamos el grito// Persiguen el olvido/ Encuentran la memoria// Inoculan odio/ Germina la esperanza”. Estarán menos solas al recibir voces de aliento como la de Fredy Yezzed: “A tu salud, estas palabras que perdonan/ mas no se callan.// Aquí la compasión reina./ Aquí la ternura te llama por tu nombre.// Escribir es un país que te ama”.

Por John Galán Casanova
