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No acostumbro a escribir sobre estos temas, pero a veces la vida nos obliga a mirar en lo profundo. La elección del nuevo papa —un norteamericano con alma peruana— es algo más que una noticia eclesiástica: es una señal de época. Los vaticanólogos escudriñan cada gesto, cada palabra y cada acción de León XIV y del antiguo cardenal Prevost en busca de respuestas: ¿será un Papa de transición o uno que deje huella? ¿Dará continuidad al legado de Francisco o abrirá una senda propia, más conservadora, menos política? ¿Será pastor, o , o diplomático?
Por lo pronto, se sabe que Prevost es un agustino: alguien formado en la tradición de San Agustín, que es tal vez la más honda —y la más trágica— del cristianismo. Agustín no fue un constructor de sistemas, como Tomás de Aquino, ni un organizador de poder, como Ignacio de Loyola. Fue un alma rota. Dudó, cayó, amó mal, escribió desde el deseo y desde la culpa. En vez de respuestas, dejó preguntas. En vez de fórmulas, dejó confesiones. Fue el santo de la conciencia, del pecado, de la gracia inmerecida.
Kierkegaard —otra conciencia atormentada— decía que hay verdades que no se piensan, sino que se eligen con angustia. Que lo más importante no se demuestra: se da el salto hacia ello. Y en Colombia, ese salto lo entendió mejor que nadie Fernando González, el filósofo de Otraparte, mi maestro: para él, también, la verdadera tarea del hombre era conocerse a sí mismo. Aunque eso doliera. Aunque implicara asomarse al abismo.
Tal vez por eso este papa agustino ha llegado en buen momento: porque el mundo ha perdido la pausa. Porque el discurso de la justicia social —necesario, urgente, valioso— se ha vuelto también una retórica cansada. Porque la Iglesia misma, en su intento por “reconectar” con el presente, olvidó que su fuerza no está en cambiar el mundo, sino en cambiar el alma.
León XIV no va a encabezar multitudes. No va a pasear por la calle ni a besar bebés en televisión. No va a desafiar a Trump ni a tuitear bendiciones. Pero puede recordarnos lo que ya nadie recuerda: que hay una zona de la vida que no se mide en pesos, ni en encuestas, ni en número de seguidores. Que el bien y el mal existen, aunque no salgan en las noticias. Que el ser humano es, ante todo, un misterio.
Francisco tocó muchas almas, pero no cambió las doctrinas que siguen alejando a la Iglesia de millones de personas. Tal vez este papa no hable tanto, pero en su silencio todos podremos oír lo que de veras importa. Como enseñó Agustín: “noli foras ire, in te ipsum redi; in interiore homine habitat verita”; “no salgas fuera de ti, regresa a ti mismo; en el interior del hombre habita la verdad”.
¿Y en Colombia? En esta tierra donde todo se discute en gritos, donde cada político tiene una solución definitiva, donde el alma fue reemplazada por la marca personal, quizás un Papa agustino nos haga bien. No para gobernar ni para votar, sino para detenernos un momento —en silencio— y mirar hacia adentro.
* Director de la revista Razón Pública.
