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Recuerdo que Pereira, el maravilloso protagonista de la novela de Antonio Tabucchi, se preguntaba siempre por el misterio de la resurrección de la carne. El loco descreído de Javier Cercas, en preparación de su viaje al fin del mundo, a Mongolia, se pregunta y pregunta obsesivamente sobre lo mismo: sobre el hecho de que lo que de verdad quieren creer los creyentes es que uno no se muere del todo, sino que al morir adviene a algún tipo de vida después de la muerte.
El plan de Cercas, al aceptar la invitación del Vaticano de acompañar a Francisco al que sería su último viaje terrenal a un país desolado con mil quinientos católicos (menos de los que hay en las tres manzanas alrededor de mi casa), era muy simple, pero fundamental: hacerle al papa una pregunta ultraterrena que torturaba y consolaba a su anciana madre: “¿Iba a ver de verdad en la otra vida a su marido muerto, resucitado?”. Sin esa promesa (acompañada por una respuesta afirmativa), piensa Cercas, las religiones, y en particular el catolicismo, no tendrían razón de ser. Si no es eso lo que Dios nos garantiza, ¿entonces para qué creer en él? Sin embargo yo, que no creo en ningún dios, me puedo imaginar un dios despiadado (o muy piadoso) que prefiera matar a los hombres definitivamente.
El suspenso tan bien llevado de este libro raro y entusiasta, de este extraño libro de viajes al corazón del problema de las religiones, está en esa respuesta del papa a la pregunta que se le quiere plantear en privado desde la primera página y que se va postergando hasta una página y un resultado que no les digo. Y no es que no se los diga por discreto, sino porque no he llegado al final del libro. Lo que puedo decirles es lo que hubiera contestado yo (el cielo nos libre) si fuera papa: “No lo sé y nadie lo sabe. Si alguien pudiera contestar a esa pregunta con pruebas indiscutibles, ya la pregunta no tendría absolutamente ninguna gracia”.
Los seres humanos nos dividimos entre quienes tenemos dos intuiciones opuestas: la de que uno se muere definitivamente, como las vacas; o bien la de los que piensan que uno no se muere del todo, sino que sigue vivo de alguna forma después de la muerte.
Como el papa Francisco, con todos sus defectos, era un papa que, para ser papa, era el menos odioso de los papas (valiente, capaz de romper con dogmas intocables para los fanáticos, como que los homosexuales son perversos o que los ateos se merecen la condenación eterna por el solo hecho de no creer en Dios), uno no quiere parar de leer a Cercas por el ritmo de su prosa, por la agudeza de sus observaciones y preguntas, y porque nos ha convencido de que vale la pena que leamos la respuesta del discípulo doble del poverello (el “mínimo y dulce Francisco de Asís”), y del gran empresario de la Compañía de Jesús, el sutil político contrarreformista Ignacio de Loyola.
Es curioso, y nos pica la curiosidad, que el incrédulo Cercas haya ido tan lejos a buscar la respuesta que le debía a su madre. El suyo fue un viaje optimista, vital, cargado de interés, de sentido y de esperanza. A veces uno hace viajes para vivir (para confirmar esta y otras posibles vidas) y otras veces se viaja, oscuramente, en busca del absurdo, del sinsentido y la muerte. Yo voy a publicar esta semana un libro sobre un viaje del segundo tipo y su título tiene también un trasfondo religioso: Ahora y en la hora. No es un libro sobre la vida, sino sobre la muerte que, aunque sea siempre una y definitiva, se puede vivir de muy distintas maneras. Quiero decir: hay muchas formas de morir, y unas son peores que otras, aunque ninguna conduzca a la vida eterna.
Cercas, con este libro poderoso que les recomiendo enfáticamente (El loco de Dios en el fin del mundo), quiso ser espectador cercano del último viaje terrenal de Francisco. Le preguntó sobre la inmortalidad en vísperas de su muerte. Y me parece que pocas veces, o quizá nunca, haya habido una manera más bella, oportuna y amable de despedir un papa.
