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El presidente estadounidense, Donald Trump, abrió, hace un par de semanas, un nuevo frente de batalla: la emprendió contra la Universidad de Harvard. Se propone ponerla de rodillas, quizás destruirla. Le ha quitado contratos por miles de millones de dólares, prometiendo redistribuir esas platas entre “escuelas comerciales”. Esta semana, dicen, suspendió la concesión de visas a estudiantes universitarios extranjeros.
Aunque parece ajena, esta otra pelea del magnate gringo tiene mucho que ver con nosotros, por varias razones. Primero, ella sí que anuncia un cambio de época. Si yo hubiera predicho que esto iba pasar hace un año, qué digo, seis meses, todo el mundo hubiera concluido que me chiflé. Harvard es un ícono: ChatGPT me dice que se le han concedido más de 40 premios Nobel a personas que en ese momento eran profesores de planta suyos (en mis cuentas había más, pero esta vez me inclino ante el poder del oráculo de nuestros tiempos). En un momento en el que las potencias compiten desesperadamente por ser las primeras en diferentes dominios cruciales de la ciencia, ¿a cuento de qué esta bronca? ¿Y qué tanto daño puede hacer?
Las respuestas a ambas son sencillas. Trump quiere castigar la autonomía universitaria. Recientemente, hubo múltiples protestas en los campus de las universidades contra el genocidio que continúa teniendo lugar en este momento en Gaza –un evento que avergüenza a la humanidad–. A esas protestas, Trump y los suyos las han calificado con la expresión en código de “antisemitismo” (abriéndole de paso, de par en par, las puertas al antisemitismo real). Y aprovecharon el pretexto para emprenderla contra cualquier conato de educación crítica, pintándola como aliada del terrorismo. Le exigieron a Harvard que presentara una documentación bastante absurda sobre sus estudiantes y su vida interna, y como la universidad no se plegó, empezó a atacarla.
Debo decir que me sorprendió la integridad de Harvard. Otras ya cedieron; no creo que les vaya a servir de mucho. Pero su vulnerabilidad revela qué tan dura es la deriva autoritaria de Trump. También muestra que, contra las múltiples fantasías que se nos han repetido una y otra vez, también el fortalecimiento de las universidades de cualquier tipo va de la mano del Estado. Harvard aportó conocimiento de punta en múltiples dominios, pero para hacerlo requirió de contratos multimillonarios. La condición para que esta apuesta funcionara es que desde el Estado hubiera quien tolerara, o incluso viera con buenos ojos, la naturaleza intrínsecamente crítica de la vida universitaria. Ese pacto está llegando a su fin.
Aunque exhibe a figuras como Musk, la extrema derecha estadounidense ve a la ciencia con una desconfianza imposible de disimular. La sola idea de redistribuir el monto de los contratos de Harvard entre escuelas comerciales muestra una incomprensión increíblemente idiota de lo que es la investigación, así como la intuición de que esa cosa esotérica puede ser bien reemplazada por actividades cuya utilidad inmediata es obvia para todo el mundo. De fondo, está la posibilidad de sacar réditos políticos de la guerra contra Harvard, que podría resultar muy popular: la extrema derecha en todo el mundo ha sabido expresar muy bien una rebelión, también global, contra los sectores altamente educados, un tema clave que merece tratamiento aparte.
Estados Unidos atrajo durante décadas a aquellas gentes con gran éxito. Pero la exigencia de que sean completamente acríticos frente a la política oficial de ese país limitará o acabará con tal flujo. Mi predicción: les va a costar. Mucho.
Me acuerdo de que alguna vez me atacaron por criticar a un profesor de Harvard. ¡Oh, blasfemia! Esas cosas no se hacen. ¿Qué harán ahora nuestras figuras criollas que quisieran arrastrarse simultáneamente ante Harvard y Trump? Pero el episodio es demasiado maluco como para querer divertirse. Pone sobre el tapete muchas urgencias. Una, la de desarrollar una política de ciencia y tecnología nuestra, de verdad. No es demasiado tarde.
