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Así tituló este diario, en su edición del miércoles, un artículo sobre el horror de los llamados falsos positivos, es decir, el asesinato por parte del ejército y la policía de miles de jóvenes pobres y vulnerables para presentarlos como bajas en combate. Los abogados llaman a esa clase de fenómeno, si no me equivoco, “un hecho notorio”.
Los que quisieron aplicar la estrategia del “tapen-tapen” al fenómeno enarbolaron el argumento de que denunciarlo desmoralizaría a la fuerza pública. Era, claro, todo lo contrario, como lo han mostrado de manera bastante elocuente los conflictos contemporáneos. El alud de denuncias contra el general Zapateiro, en su momento un supuesto héroe, muestra el grado de descomposición al que se llegó en esos círculos del sector de seguridad para los cuales los ataques contra la población civil, incluso los más salvajes, eran apenas efectos laterales de la estrategia contrainsurgente. Se podía y se tenía que callar y mirar para otro lado. Por lo demás, las características que adornan al general Zapateiro no eran tampoco un secreto para nadie. Constituían igualmente hechos notorios (¿o es que nuestros formadores de opinión y políticos no se enteraron de las sentidas condolencias a Popeye?).
Este es el punto: estas cosas no ocurrieron a la sombra de un complot bien urdido. Se hicieron, en esencia, a la luz del día y no se trató solamente de un asunto de uniformados. Piensen en la cantidad de oficiales involucrados en ataques masivos contra la población civil que llegaron a posiciones directivas dentro del Estado en los últimos cuatro o cinco lustros. Esto requirió de la aprobación de muchos civiles. Por ejemplo, el general de la policía, Mauricio Santoyo, a quien Uribe, creo, conoció cuando era gobernador de Antioquia, era un enemigo militante de los defensores de derechos humanos y un aliado tanto de paramilitares como de narcos. Desde el año 2000 estaba acusado de hechos terribles. Sin embargo, ascendió de manera meteórica hasta convertirse en el jefe de seguridad del presidente.
¿Otra de las amistades peligrosas de Uribe? Sí. ¿Un nuevo horror que ocurrió a sus anchísimas espaldas? También. ¿Un resultado de la orientación del Centro Democrático, que quiere volver al poder con la política de “entrar a matar” al que se le atraviese a la fuerza pública, bajo la grotesca coartada de que “los buenos somos más”? Sí, y está muy bien que el general Sánchez, de manera tranquila pero firme, haya tomado distancia con respecto de esa orientación.
Pero hay mucho más, pues acá nos encontramos con una salvaje falla democrática, que merecería toda nuestra atención. Yo hubiera debido titular mi anterior columna “Democracia: pesadilla y promesa” (omití la última palabra). Pues, aunque la historia muestra que desde el comienzo (gracias, Tucídides, por el dato) las democracias pueden ser extraordinariamente violentas, se supone que en su versión contemporánea protegen a la población de ataques masivos por parte del Estado. Eso funcionó de manera aproximada pero razonablemente buena en muchas partes del mundo. Pero no aquí.
Esa falla geológica, que permitió gobernar en medio de un baño de sangre, no puede, por desgracia, achacarse únicamente a la extrema derecha. ¿No son, por ejemplo, los ascensos de oficiales de la fuerza pública discutidos por el Senado? ¿Cómo es que tantos de ellos, untados de tantas cosas durante tiempo, pudieron pasar tal examen? ¿Cómo es que tantos y terribles hechos notorios –falsos positivos, Bloque Metro, el despojo de millones de campesinos– resultaron para la opinión en el mejor de los casos eventos marginales? ¿Cómo y por qué fueron generados los mecanismos que los hicieron posibles?
Es claro que los pesos y controles institucionales, políticos y sociales no funcionaron cuando era más importante que lo hicieran. Son experiencias espantosas, que “todo el mundo” conoce. Si no las usamos para mejorar los diseños, las convenciones y las retóricas públicas, es que estamos dispuestos a repetir la experiencia.
