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Lo confieso: soy un adicto al deporte de alta competición. No me conformo con los partidos. Sigo las estadísticas, estudio las jugadas, me apasiono con los resultados. No se trata solo de fútbol (aunque también), sino del tenis, el ajedrez, el ping-pong, la halterofilia, las artes marciales combinadas, el boxeo. He pasado momentos fantásticos expuesto a esta suerte de droga. Los entusiastas de la producción en serie, claro, podrían hacer las cuentas de lo que me cuesta en tiempo. Otros tendrían la tentación de preguntarse por el costo emocional.
Y sí. Ver un partido de la Selección Colombia (los más jóvenes creen que es de ahora, pero se equivocan) es exponerse a una montaña rusa de saltos anímicos, regulados por un verbo: sufrir. De esto están perfectamente conscientes los espectadores; creo que también los futbolistas mismos. Y, claro, también los narradores.
El sufrimiento en realidad es para nosotros casi una ideología; el gran referente de nuestra narrativa sobre el deporte. Nuestra: me refiero a Colombia, pero también quizás al mundo hispano (más precisamente: a los que heredamos la matriz hispánica de la Contrarreforma; pero hay que desconfiar de estas expresiones aparatosas). Con sus respectivos momentos estelares. La angustia, la crispación de los espectadores. Las horas gastadas por los jugadores en el entrenamiento, lejos de la familia. El fracaso en el penúltimo, en el último minuto, cuando todo estaba saliendo bien.
Del deporte, el amor al sufrimiento se desparrama a la vida social. Hace ya bastante tiempo un profesor del distrito fue acusado de no me acuerdo cuál transgresión absurda (¿ser subversivo?). Yamid Amat, por entonces aún activo, tuvo la integridad de hacerle una entrevista. La conversación rápidamente llegó a un consenso: el profesor trabajaba mucho y, por lo tanto, sufría montones, así que los ataques eran injustos.
A veces personas muy queridas y amables me dicen cosas que apuntan en la misma dirección: “usted trabaja mucho, debe sufrir mucho también”. Por desgracia, ninguna de las dos es verdad, algo a lo que de pronto volveré. Eso significa que no me he ganado tales elogios. Pero también que valdría la pena reflexionar sobre el valor que le atribuimos al sufrimiento.
Este, claro, es un sentimiento completamente legítimo, más en un país tan injusto y que ha atravesado tantos horrores como el nuestro. Además, nuestra convergencia nacional alrededor del sufrimiento puede tener importantes implicaciones positivas. Verbigracia: quizás (¡ojalá!) nos lleve a irar a la madre que llora a su hijo, y a despreciar a los ruines matones que se burlan de ella.
Pero está la otra cara de la moneda. Puede favorecer el despliegue público de emociones falsas y también generar una escala errónea de la valoración del resultado. Esta escala tiene un nombre, que genera entusiasmos y también críticas acerbas: la meritocracia. Entiendo las críticas (genera micropoderes y exclusiones) y simpatizo parcialmente con ellas. Por desgracia, cualquier visión seria de equidad social está asociada a una de meritocracia. ¿Quién se merece qué, quién se ha ganado qué, cómo? Para acceder a un cargo, el señor X se inventó que tenía un título. ¿No estará mal premiar a ese tramposo? Se trata de preguntas que se hacen en muchas partes, no solo aquí.
Y aquí nos acercamos a la cuestión clave: regirse principalmente por el escalafón del sufrimiento tiene dos problemas potenciales. Primero: el sufrimiento no atiende a la proporcionalidad. Hace tres días vivimos otro fracaso de la Selección. También el asesinato de una gestora de paz. Aquello merece titulares, esto no. ¿Tiene sentido? Segundo: puede minar significativamente métricas de mérito más razonables. La capacidad de hacer cosas en el mundo. El simple, poderoso goce de hacer las cosas bien, a veces incluso muy bien. La transformación a través del desempeño.
En fin: mantengamos y desarrollemos nuestra sensibilidad positiva frente al sufrimiento, pero no nos engolosinemos con él. No reemplaza ni al disfrute ni a evaluaciones meritocráticas serias y viables.
