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Mi abuelo Guillermo mira el árbol de mango más grande de su jardín y piensa en alto: “Hace muchos años le preguntaron a un ministro de Sanidad si estaba orgulloso de sus logros contra la erradicación de la malaria y él respondió que sí, pero que más mérito tenía el mango, que tanto había hecho por los venezolanos siempre”.

Y es que el mango siempre da: sombra, refugio, flor, fruta... Es la materialización de la exuberancia que contrasta violentamente con el contexto de las carencias en mi país. Si no vives aquí, basta pasearse por las publicaciones internacionales más importantes y las redes sociales para entender que la necesidad aplasta la creatividad y las ganas de vivir de la mayoría de las personas que siguen aquí.
En mi feed de Instagram conviven estas imágenes junto con videos de perros y reels sobre la manifestación, y me pregunto si el algoritmo me está enviando una señal: mentalidad de escasez versus mentalidad de abundancia. ¿Si visualizo lo suficiente que en mi cuenta hay millones de dólares, eventualmente aparecerán? ¿Si visualizo que el hambre se va a acabar en Venezuela, se erradicará mágicamente?
Mis DM y grupos de WhatsApp también están llenos de amigos y conocidos que critican el lamento venezolano —que ya no es el “Lamento boliviano” de los Enanitos Verdes—. Ahora el sufrimiento nos pertenece. Discutimos entre nosotros quién la está pasando peor: si los que están afuera como migrantes, ahora temerosos con las nuevas políticas que orbitan el sueño americano y la xenofobia en la región, o los que seguimos aquí, recibiendo palo con la inflación, la represión y los apagones.
Pero yo veo gente que surge inevitable e implacable, gente que crea cosas hermosas en un barrio o en sitios remotos sin siquiera al internet. Fuera de las redes sociales, veo soluciones a necesidades básicas de quienes se las ingenian para recoger el agua de lluvia para que los niños del colegio tengan agua, a un chamo que camina la carretera trasandina para reconectarse con su historia, a una comunidad indígena que cuida la Amazonia venezolana de la extracción minera.
Eso de la manifestación suena un poco nueva era, pero sí rescato el traslado de poder que propone: el contexto existe y es bien hostil, pero podemos decidir si convivimos a duras penas con los obstáculos o si aprendemos a reconocer las oportunidades y la abundancia. El poder no lo tienen otros, el poder lo tenemos todos. Esta decisión no solo la pueden tomar los privilegiados.
Sí creo que los privilegios enceguecen y bloquean la empatía por los demás y también que las limitaciones opacan la habilidad de ver las oportunidades y agotan la creatividad. Pero tal vez podemos comenzar por registrar los privilegios acumulados como sedimentos para luego inventariar las limitaciones y decidir cuál es el primer paso, pequeño y accionable, que podemos dar. El árbol de mango sirve de recordatorio con todos sus frutos justo en plena sequía.
Los árboles florecen cuando se estresan. Hoy, sentada en la cama de mi abuelo, veo que el mango está soltando su flor desde la ventana y pienso que mientras los gobiernos fracasan, caen y se levantan, nacen y mueren, hay una constante en la vida de los venezolanos: la temporada del mango.
*Fotoperiodista venezolana radicada en Caracas, exploradora de National Geographic y conferenciasta TEDx. Es autora del libro Temporada de mangos, publicado por la Editorial Raya, de Manizales. Instagram: @andrernandez.
Por Andrea Hernández Briceño*
