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No hay nada más contundente que una foto. Una foto es, o era, la verdad. Bueno, eso con la inteligencia artificial ya es relativo, pero hace medio siglo no existía palabra, ni canción, que pudiera gritar tanto como una imagen. Vi una que me sobrecogió hace años. Al principio creí que era una puesta en escena: una columna humana, miles de cuerpos emergiendo de un pozo que bien podría ser uno de los círculos del infierno descrito por Dante. Pero no. Era real. Y quien la tomó se me quedó estampillado no en la mente, sino en el alma: Sebastião Salgado.
La imagen pertenece a Serra Pelada, la mina de oro a cielo abierto más grande del mundo, ubicada en el sureste del estado de Pará, en Brasil. Cincuenta mil personas, herederas del delirio por El Dorado que trajo consigo la colonización, se lanzaron a ese abismo de barro, fiebre y miseria por un puñado de polvo dorado.
Pronto entendí que esa foto no era una pieza aislada. Pertenecía a una serie llamada Gold, donde Salgado retrató la peor adicción del ser humano: la riqueza. Caras embarradas, manos abiertas en ampollas, ojos llenos de hambre y sueños rotos. Me volví, con respeto y distancia, seguidora de su obra. Vi sus fotos en Indonesia, África, Ruanda, Guatemala. Siempre en blanco y negro. Siempre del lado de los oprimidos.
Después llegó La sal de la tierra, el documental de Wim Wenders que retrata su vida y trabajo. Pensé que vería a un hombre abatido, vencido por tanto horror. Pero no. Vi a alguien radicalmente esperanzado. Vi a un hombre que, junto a su esposa, logró lo imposible: devolverle el bosque a un desierto. Regenerar lo que parecía perdido. “Si todos fuéramos como él”, pensé, “la humanidad tendría una oportunidad”.
Sebastião Salgado murió a los 81 años. Una extraña forma de malaria que contrajo en Indonesia en 2010, durante la realización de Génesis, uno de sus proyectos más soñados, terminó pasándole factura 15 años después. Sin un testigo como él, perdemos la capacidad de autocrítica. Porque por más belleza que hayamos creado, la humanidad siempre está a un paso de darle otra vez la oportunidad a un Hitler. Por ahí caminan y dan discursos rostros anaranjados que cada vez se parecen más al líder de los nazis.
Que su muerte sea una invitación a quienes no lo conocen a descubrirlo. Y a quienes lo amamos, a no dejar de mirar. Porque mientras exista gente como Salgado, aún tenemos una posibilidad de luz.
