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Durante años, The Washington Post fue un referente del buen periodismo. Su labor en el escándalo de Watergate, destapado por Carl Bernstein y Bob Woodward, sigue siendo un ícono del periodismo investigativo, pues logró lo impensable: que un presidente de Estados Unidos renunciara por abusar de su poder contra sus rivales políticos. Históricamente, además, el periódico había sido un ejemplo de independencia, manteniendo separadas las secciones de noticias y opinión para garantizar que las posturas editoriales no interfirieran con la labor informativa.
La semana pasada, sin embargo, Jeff Bezos decidió despojar a su medio de esa independencia y lo declaró un pasquín de opinión. Anunció que, en la sección de opinión, solo se podrían defender “las libertades personales y el libre mercado”. La paradoja de restringir y coartar opiniones en nombre de la libertad llevó a David Shipley, editor de opinión, a renunciar. En esencia, la decisión contradice la razón de ser de una sección de opinión: garantizar la pluralidad y diversidad de voces.
Y son precisamente estas contradicciones del gobierno Trump y sus minions millonarios las que tienen a la opinión pública confundida. Entre oleadas de órdenes ejecutivas de legalidad cuestionable, todo parece caótico e incoherente. ¿Defienden el mercado o lo atacan? ¿Protegen la libertad o la socavan? Su estrategia no es la coherencia, sino el control y, en ese juego, la incertidumbre es una herramienta de poder.
Elon Musk defiende la “libertad de expresión” cuando se trata de publicaciones racistas, degradantes o violentas en su red X, pues en teoría todas las voces valen, pero prioriza las cuentas que pagan y manipula el algoritmo para imponer sus propias ideas. Trump dice defender el libre mercado, pero impone aranceles y restringe la competencia como forma de amenaza. Zuckerberg dice promover la privacidad y la seguridad de los s en Facebook, pero ha estado involucrado en múltiples escándalos por el uso indebido de datos; y ni hablar de sus nuevas posturas sobre libertad de expresión.
Todo parece extraño y confuso, pero en realidad no lo es. Buscamos coherencia en actitudes que responden a una única regla: “este es mi feudo, estas mis reglas”. Debemos dejar de buscar coherencia, no la hay. Como señaló Martin Baron, exeditor de The Washington Post, para Jeff Bezos es más importante proteger sus negocios espaciales y sus contratos millonarios con el gobierno que la integridad periodística. El gobierno de Trump y sus magnates predica la libertad solo cuando le beneficia.
Hacer lo que a uno le plazca parece ser un impulso humano básico, algo que con el tiempo y la educación vamos aprendiendo a moderar. Algunos conservan vestigios de la mentalidad del “mientras vivas bajo mi techo…”, pero, en general, entendemos que convivir implica negociar y reconocer el valor de los demás. Nos ajustamos porque comprendemos que otras personas también tienen derechos y perspectivas válidas, o, en muchos casos, simplemente porque se espera de nosotros cierto comportamiento y nos avergüenza ser cogidos en comportamientos reprochables.
Y aunque suene menos noble, lo cierto es que el juicio de los demás es un gran corrector. En el fondo, siempre hay algo de búsqueda de reconocimiento y valoración. El problema es que, al estilo de los narcos, el nuevo libreto de los referentes mundiales parece haber convertido el descaro en virtud: cuanto más truhán, mejor.
