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Durante el apagón masivo que vivieron España y Portugal el pasado lunes, una de las angustias más reportadas fue la pérdida de las comunicaciones. Era difícil llamar a los seres queridos, hablar con los colegios o comunicarse con hospitales. También era difícil saber qué estaba pasando. Mientras el chisme de pasillo se expandía con conspiraciones sobre la tercera guerra mundial y ciberataques de Rusia, había frustración por no poder acceder a redes sociales o noticieros.
Cuando se restableció la energía se hicieron virales las imágenes de personas en la calle alrededor de radios. Pudimos ver el registro de esa necesidad por conocer la verdad, de ese instinto básico de acceder a los hechos y de entender qué estaba pasando. Como lo reportó El País, “las radios y los equipos de radio experimentaron un aumento de demanda del 205 % y el 180 %”. El periódico El Mundo, en su afán de ayuda, eliminó su muro de pago para que quienes pudieran acceder a información confiable sin limitaciones.
Recordé a Angharad N. Valdivia, una sabia profesora que, tras hablarnos de los avances tecnológicos en Comunicación Internacional, siempre advertía: “no olviden tener un radio en casa, sigue siendo de los medios más confiables en las crisis”. Aunque cierta, no deja de ser extraña esta paradoja de que entre más avances tenemos, entre más interconectados estamos entre nosotros y las máquinas entre ellas, más vulnerables nos volvemos.
Thomas Friedman, en una conversación reciente con Ezra Klein, habló de cómo China representa hoy el epítome de un mundo hiperconectado. En ciudades como Shenzhen, todo está interrelacionado: desde limosnas a través de QR, hasta una sola app que permite moverse, comprar, trabajar y vivir. En su visión, China ya no es solo la fábrica del mundo, sino su nodo tecnológico. Pero también advierte la nueva forma de fragilidad: cuando todo está conectado, todo importa. Lo que antes podía ser una falla localizada ahora tiene efectos en cadena.
Eso vimos en España: gente atrapada en trenes y ascensores, supermercados sin poder vender porque fallaron los datáfonos, y casas con es solares sin luz, ya que al perder conexión con la red, el sistema se apaga por seguridad. Algunas tenían baterías, pero también fallaron. La modernidad, simplemente, se congeló durante el apagón.
En Colombia no dimensionamos del todo ese tipo de vulnerabilidad porque hemos normalizado vivir en emergencia y precariedad. No vamos a quedar atrapados en un tren de alta velocidad porque, con suerte, tenemos vías. Por la informalidad, la evasión y el mundo narco, seguimos siendo una economía que depende del efectivo: que se caigan los datáfonos no nos detiene. Y en general, varias instalaciones tienen planta eléctrica, porque no se confía en las electrificadoras. Acá, “la luz se va” y seguimos.
Ahora bien, la precariedad no es un triunfo. La vida conectada es agilidad, eficacia, ahorro de tiempo. Pero basta un apagón para que todo colapse. Y, sin embargo, y aunque cursi, entre la oscuridad tecnológica, emergen luces humanas: los vecinos que se reúnen, el transistor que transmite noticias, el gesto solidario de compartir una batería o una botella de agua. Lo frágil de la conexión digital contrasta con lo fuerte de la conexión humana. Quizás este sea un llamado a volver a lo básico. A tener una radio en casa. A cuidar las relaciones de carne y hueso. A recordar que la verdad, los hechos y el encuentro humano siguen siendo nuestra innovación más confiable.
