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Los aviones, como el Airbus 320 para 180 pasajeros en el que me monté con destino a Bogotá, parecen ser modificados a la fuerza con el objetivo de apiñar más sillas. Sillas incómodas, por cierto, que ni siquiera coinciden con las luces de lectura ni con las ventanas. De ahí que, si alguien se atreve a reclinar su asiento –un gesto que se siente como insensible hacia el pasajero de atrás–, la luz del otro, si está encendida, te castiga directo en los ojos.
La primera clase consiste en dos sillas incómodas con un espacio en la mitad. Una cortina marca el límite simbólico de esa zona “ejecutiva”, aunque en realidad solo cubre un pequeño espacio y todo se ve perfectamente por encima de los asientos que vienen después. En esa business, como le dicen, es difícil incluso trabajar en un computador, como lo expresó una señora frustrada a la salida. Eso sí: la advertencia de que sólo esas pocas personas tienen el privilegio de usar el baño delantero se repite con firmeza. El 95 % restante debe compartir los dos baños traseros.
En un vuelo de seis horas –que en realidad fueron casi ocho, porque no autorizaban la salida–, la fila para los baños traseros se volvió irrisoria. Una persona, vencida por la necesidad, decidió cruzar la pequeña cortina de business, que parece más de restaurante chino de los 90, y usar el baño de adelante. Aunque a las azafatas no se las había visto mucho –ya no ofrecen ni agua, sino que hay que embutirse por el diminuto pasillo y llegar hasta atrás–, una de ellas emergió con determinación para advertir que estaba prohibido que “los de atrás” usaran ese baño.
El límite entre primera clase y el resto también se difumina en el espacio para las maletas. Encima de las primeras filas después de ejecutiva, el “compartimento superior”, como lo llaman, parece un limbo entre dos mundos. La maleta de un señor se extendía ligeramente hacia la zona de los “elegidos,” y la azafata, con firmeza, lo obligó a empujarla más allá para que no respirara el aire de esas piezas importantes.
Entre todo esto, antes siquiera de despegar, un señor decidió que lo mejor era subir al avión un curri. Otra señora hablaba con su hijo en videollamada y sin audífonos, y decía a todo pulmón: “¡Papito, ya casi te veo! ¡Bendiciones!”. Cuando ya despegamos, otro señor, que viajaba con sus hijos pequeños, intentaba evitar el llanto de uno, pues cuando quiso comprar comida ya “se había agotado todo”. Otro pasajero compró un capuchino que la azafata preparó echando un polvito en un vaso, que después revolvió con un palito a toda velocidad.
El punto no es caer en el discurso simplón de odiemos a empresas y empresarios. El lío no es sólo Avianca, se trata de un microcosmos de la cotidianidad colombiana: todos pegados, invadiendo los sentidos del otro –el ruido, el olor, el tacto–; con reglas que nadie respeta y una mezcla curiosa de superioridad o resentimiento hacia quien apenas está menos peor. Pegados, pero haciendo todo lo posible por no tocarnos. Llenos de normas, pero escasos de sentido común. Con sed. Y con complejos. Y la reacción a esta columna será, por supuesto: “¡Entonces no la use!” Porque el colombiano cree que no merece más. Que debe vivir mal. Que no tiene derecho a pensarse para mejorar.
