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Aquí todo se quiere resolver a lo grande: la reforma laboral estructural, la transformación completa del sistema de salud, reformular el modelo económico. Todo es estructural. Todo es histórico. Todo es urgente. Y, al final, nada pasa.
Es como si el Estado solo supiera hablar en mayúsculas. Cada gobierno llega con su salvación nacional, su nuevo plan de desarrollo con nombre de epopeya. Pero ¿cuántas más reformas “estructurales” necesitamos? La de justicia sigue siendo un laberinto; la de salud, ni los médicos la entienden; las tributarias solo dejan nuevos formularios en la DIAN, como para que los llene un físico nuclear.
Nos gusta pensar en grande porque suena serio, suena técnico. Así uno puede hablar dos horas en un foro y no tener que responder por una calle sin luz. La verdad, pensar en grande se nos volvió la excusa perfecta para no hacer nada.
Queremos rediseñar el país, pero no podemos ni arreglar un semáforo. Lo que necesitamos es aprender a pensar en pequeño. Sí, en pequeño. En cómo hacer que funcione un centro de salud antes de prometer hospitales de cuarto nivel en cada vereda. En cómo tapar un hueco sin tener que montar una audiencia pública. En cómo poner una línea de atención que conteste, en vez de sacar una ley con nombre en inglés.
Pensar en chiquito es peligroso —para el que no hace nada—. Porque cuando un barrio logra mejorar su seguridad, el de al lado se empieza a preguntar por qué el suyo sigue igual. Cuando una calle se pavimenta, queda en evidencia la negligencia en el barro vecino.
Lo mejor: los pequeños logros son contagiosos. Es como ver al vecino barrer la acera todos los días. Uno termina haciéndolo también, aunque sea por vergüenza.
Aprender a pensar en pequeño es el más grande de nuestros retos. Si el primer paso para alcanzar grandes objetivos es una zancadilla, estos siempre serán inalcanzables. Cambiar a Colombia no empieza con una nueva constitución; empieza cuando el colegio del barrio deja de tener goteras.
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