Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Imagínese que es de noche, que está llegando a una ciudad que no es en la que usted vive, una ciudad de paso porque usted va a hacer un trabajo en un pueblo cercano. Imagínese que un amigo lo recoge en el aeropuerto, le va a dar posada porque el trabajo (que es fotográfico) lo va a hacer junto a él en aquel pueblo, que paran a comprar algo de comer y de beber antes de llegar a la casa. Imagínese que ya están en casa, el amigo está cocinando, luego comen, beben, están pasando un buen rato, están charlando y, de repente, todo se esfuma. Hay un vacío, una pantalla en negro, usted desaparece, usted no es consciente de nada. Y, como si algo lo trajera de un tirón de ese más allá, de pronto abre los ojos y ve a su amigo encima suyo intentando ahorcarle con las manos.
Instintivamente usted se levanta, se desespera, tal vez llora, toma sus cosas y sale corriendo como puede de esa casa. Son las dos de la mañana y ahora está a solas, en pánico, sin norte ni oriente en la mitad de la agresiva noche. Un taxista le auxilia, le lleva a un hotel. Es entonces que llama a una línea de emergencias, llama a la Policía, denuncia y una ambulancia llega por usted. En su testimonio afirma que no recuerda nada, solo a su colega (al que era su amigo) abusando sexualmente de usted. Por eso le examinan en una clínica, un examen en el que tocan y someten a juicio médico todas sus partes íntimas, y luego tiene que repetir el calvario en Medicina Legal. El examen de toxicología que le aplican arroja que en su cuerpo hay Fenciclidina, una droga que también se conoce como “polvo de ángel” o “píldora de la paz”, que disocia su cuerpo de su pensamiento, que alguna vez fue usada como anestesia animal, que en sobredosis puede llevar incluso al estado de coma. Por eso usted no recuerda nada.
En resumen, imagine que su amigo, su colega, su ser querido, le droga y luego abusa sexualmente de usted. Hace con su cuerpo lo que a él le da la gana y usted ni siquiera está consciente para responder, para defenderse, para evitar. La persona en la que usted confía la anula, la violenta, la aniquila, porque ser violada es morir en vida. Y de ahora en adelante usted tiene que cargar con esa cruz, la obligaron a partir su vida en un antes y un después.
Todo esto le sucedió a la fotógrafa Diana Quirós, hace un par de días, cuando viajó de Medellín a Bogotá para ser fotógrafa en una boda en Villa de Leyva, trabajo que iba a llevar a cabo junto a Daniel Alexander Buitrago Cruz, conocido en el gremio como Alex Cruz. En un video se ve a Diana narrando el abuso al que la sometió su colega. Es imposible no sentir solidaridad, es imposible no creerle y es imposible no sentir tremenda desolación cuando al final del video Diana, refiriéndose a quienes conocen al fotógrafo, dice: “Me imagino que deben estar aterrados y deben esta diciendo que no es posible que Alex Cruz haya hecho una cosa de estas, pues déjenme decirles que yo pensaba lo mismo”.
Los abusadores sexuales, los violadores, no llevan un cartel diciendo que lo son. Algunos son conocidos, tienen nuestra confianza, nuestro cariño, y son muchos. El pasado 10 de diciembre la Fiscalía informó a la plataforma Colombiacheck que en el 2020 recibieron “50.863 denuncias por delitos sexuales «con al menos una víctima mujer, niña o adolescente»”.
Pasó otro jodido 8 de marzo en el que tenemos que seguir movilizándonos para que esto deje de pasar y poco cambia, lo cierto es que nos falta mucho por batallar. Y digo “batallar” consciente de que es beligerante, porque a veces parece como si a las mujeres nos sometieran a una guerra.
