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En 2025, la persona más cool de la fiesta no lleva un cóctel artesanal en la mano, sino un mocktail adaptógeno de doce dólares. No necesita hablar fuerte ni contar chistes subidos de tono: su sola presencia impone. El llamado Sober Curious Movement, que ha reducido en un 14 % el gasto en alcohol, es el gesto desafiante de la Generación Z ante un mundo saturado de excesos, ruido y evasión emocional. Pero esta tendencia no se trata de autocontrol, sino de rebelión. De espiritualidad. De escribir nuevas reglas sociales. Aunque, paradójicamente, también corre el riesgo de convertirse en un club elitista donde no todos tienen entrada.
Durante mucho tiempo, la sobriedad fue vista como una condena, una consecuencia del colapso o una obsesión por la salud. Una imposición para quienes “habían tocado fondo”. Hoy, la Gen Z le ha dado un nuevo rostro. El hashtag #soberlife ya supera los 555 millones de vistas en TikTok. Para muchos, no beber no es abstinencia: es un acto punk, un rechazo directo a la tiranía social del alcohol. Los bares de mocktails son los nuevos clubes clandestinos. La lucidez, el nuevo símbolo de estatus.
Y no se trata solo de salud física. Para una parte importante de esta generación, la sobriedad se ha convertido en un portal espiritual. Se mezcla con rituales de respiración, meditación, journaling, yoga. Es una búsqueda de sentido, no de anestesia. En ciudades como Nueva York, Berlín o Ciudad de México, emergen comunidades sobrias que organizan encuentros de mindfulness, danzas conscientes, festivales sin alcohol. La sobriedad se funde con el slow living, movimiento que ya cuenta con más de 5,5 millones de publicaciones en Instagram. En un mundo cada vez más secular y polarizado, esta sobriedad luminosa es una forma de espiritualidad hecha en casa. Una manera de volver al presente. De habitarse. Pero, como todo lo que brilla en redes, también puede volverse excluyente.
Aquí aparece la gran paradoja. Aunque el relato dominante dice que la sobriedad es inclusiva, liberadora y contracultural, la realidad cuenta otra historia: espirituosos sin alcohol a veinte dólares, coctelerías sobrias en áticos con vista, retiros de bienestar con precios inaccesibles para la mayoría. ¿Y las comunidades rurales o de bajos recursos? Allí, el alcohol sigue siendo una vía de escape cotidiana, y los mocktails ni siquiera existen en los menús. Una rebeldía empaquetada como lujo pierde su filo. Si la sobriedad es solo para quienes pueden pagarla, no es revolución: es exclusión.
Y, sin embargo, algo está cambiando. La sobriedad ya no es una rareza, pero para que realmente transforme, necesita salirse de los nichos. No hace falta convertirla en bandera ni en doctrina, sino en posibilidad. Que no dependa del código postal, del precio del menú o del algoritmo de tendencias. Que esté al alcance de quien simplemente quiera sentirse bien al día siguiente, compartir desde otro lugar o probar algo distinto. Solo así dejará de ser un gesto de pocos para convertirse en una opción común, sencilla, sin etiquetas.
