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Imagine por un momento que es una mujer joven, entre los 18 y 25 años, proveniente de una zona rural. Pertenece a una población étnica, es afrodescendiente o quizás es migrante. Necesita acceder a un aborto, pero no cuenta con una afiliación al sistema de salud. Tuvo que desplazarse de su territorio y conseguir recursos para su sostenimiento y, aún así, se le negó el servicio.
Después de varias semanas de espera, logró que la atendieran. Pero enfrentó violencia obstétrica, señalamientos por parte de funcionarios, le exigieron tener un acompañante para realizar el procedimiento y también la obligaron a ponerse un método anticonceptivo de larga duración, una forma de constreñimiento que va en contra de lo que establece la norma. En medio de estos retrasos injustificados, pasó demasiado tiempo entre la primera consulta médica y el día en que se le practicó el aborto, prolongando innecesariamente las semanas de gestación.
Además, los médicos que la atendieron violaron el secreto profesional y le pidieron a las autoridades que la criminalizaran, aun cuando fue un aborto legal. Estas son las realidades a las que se enfrentan cientos de mujeres y personas con capacidad de gestar en Colombia. Si bien desde 2022 la interrupción voluntaria del embarazo (IVE) está despenalizada hasta la semana 24 de gestación y es legal, en la práctica, acceder a un aborto sigue siendo un privilegio.
¿Qué dice la sentencia de la Corte Constitucional?
En estos tres territorios donde la estigmatización pesa más y donde la institucionalidad es débil o ausente, las organizaciones de mujeres son, en la práctica, el primer y último recurso para muchas mujeres y personas con capacidad de gestar. Ante las trabas del sistema, ellas sostienen el derecho al aborto.
Colectivos locales, parteras, defensoras de derechos y acompañantes psicojurídicas han construido espacios seguros donde se brinda información confiable, apoyo emocional y acompañamiento en cada etapa del proceso. Estas iniciativas, aunque muchas veces informales y sin respaldo gubernamental, han sido claves para abortar con dignidad o, al menos, para que quienes toman la decisión de abortar no se sientan abandonadas ni solas en el proceso.
Su labor no solo llena un vacío, sino que representa una forma de resistencia ante la desigualdad estructural. Por eso, en palabras de Julieth Gómez Osorio, directora de Colectiva Justicia Mujer, “en Colombia, la norma dice que el aborto es un derecho, pero sin nosotras, las aborteras, las acompañantes, las redes feministas que lo hacemos realidad, seguiría siendo solo una promesa en el papel”.
La despenalización del aborto hasta la semana 24 fue un hito; un triunfo histórico de la Marea Verde. Pero, en territorios como La Guajira, el Chocó y el Valle de Aburrá, acceder a este derecho sigue siendo una excepción, no la regla. Las mujeres indígenas, afrodescendientes, migrantes y rurales enfrentan una cadena de barreras institucionales, económicas y sociales que prolongan los procesos, aumentan los riesgos y perpetúan la criminalización.
La norma existe, pero no basta. Las historias, voces y testimonios de este especial lo demuestran: acceder a un aborto legal, seguro y gratuito en Colombia sigue dependiendo del lugar donde se nace, de la etnia y del —o no— a una red que acompañe.