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La última palada de tierra retumbó demasiado adentro del pequeño Jorge. Siete años no eran suficientes para comprender que, a partir de ese momento, Félix, su padre, iba a dormir para siempre, con esa pesada pijama de tablas, tres metros bajo tierra, sin poder pararse para darle la bendición antes de ir al colegio, para abrazarlo cada mañana y decirle al oído “vamos, campeón”.—¡Nooooooooo! —gritó mientras pateó con toda su fuerza infantil el dolor de un futuro huérfano.Carlos lo alzó, lo abrazó.—Somos Vizcaya, Jorgito, y los Vizcaya sabemos seguir adelante.Lo dijo consolando a su hermano, pero con el odio que solo conocen los que han sido extorsionados por el destino, a esos a quienes el destino les ha arrebatado lo que más quieren: su propio padre. Todo por decir “no”.Los que crecimos en los ochenta, cuando noticias como esta entraban en forma de tabloide por debajo de nuestras puertas, sabemos muy bien que a muchos empresarios y comerciantes de este país les tocó decir “sí”, o de lo contrario recibían la cachetada demoledora de decenas de grupos paramilitares y delincuenciales, un bofetón que desaparecía patrimonios y teñía de muerte lo que no se rindiera a sus exigencias.—Señor Roberto, tiene una semana para pensarlo. O hace platica con nosotros, vende sus pajarracos y come calladito... —El hombre pasó la manga de su camuflado por el cuello, en un gesto que Roberto Vizcaya no dejó de ver en el espejo hasta el último día de su vida.—... o lo pasamos al papayo. Una semana, ¿oyó? —Pasaron diez días. Roberto no contestó y su mano derecha, su hijo mayor, Félix Vizcaya Castro, desapareció. Nadie sabía de la amenaza. Roberto, como él mismo lo confesó a los medios de comunicación, se asustó, pensó mucho, pero no fue capaz de denunciar. Del día 11 al día 15 todo fue zozobra para él, para su familia y para todos los que seguíamos este cruento suceso.Tuvo que contar cómo lo amedrentaron en Avícola Vizcaya, su propia granja, hacer de abuelo y papá a la vez, lidiar con los asuntos que manejaba Félix y estar rodeado de policías y periodistas esperando un regreso que nunca llegó. A los quince días, Jorge —ese niño que perdió a su madre, Alicia Villagómez, el mismo instante en que nació— era doblemente huérfano. Cuando miraba entre lágrimas el cielo, buscaba el lugar exacto donde sus padres se reencontrarían. Bajo esa mirada aprendió algo: a los paramilitares o les haces caso o te ponen la pijama de tablas.Han pasado 34 años exactos desde el certero balazo en la frente de Félix, un boleto para el más allá que apenas escuchamos ese noviembre del 85, cuando toda Colombia andaba ensordecida por la bulla mediática de la toma del M-19 al Palacio de Justicia y por la tragedia de Armero.Hoy los que recibieron la orden de secuestrar, torturar y matar a Félix siguen camuflados, pero ahora se mimetizan en el Congreso, donde brincan las leyes para seguir enriqueciéndose, robando y torturando sin que al gobierno de turno le importe que cientos de “Félix” se vayan a dormir con la pijama de tablas.Pero no vamos a quedarnos lamentando la suerte del mayor de los Vizcaya ni de su esposa Alicia. Brille para ellos la luz perpetua. Lo que les voy a narrar tiene más que ver con Jorge, con el Jorge Vizcaya Villagómez de hoy en día, el heredero menor de una tradición avícola y familiar que ha dejado, generación tras generación, desarrollo y progreso en los llanos orientales de nuestro país.Primero que todo, los años no pasan en vano. Jorge dejó de ser un niño; cuando creció se alejó por completo de los asuntos en la granja. El deseo de hacer justicia y encontrar a los asesinos de su padre lo llevó por el camino de las leyes: se graduó de abogado y se especializó en Ciencias Políticas en una universidad prestigiosa, de un país más prestigioso que el de esta historia.Se convirtió en un hombre estudiado, preparado, con más cartones que un tugurio. Incursionó en el mundo de la política y, desde el Concejo y luego desde el Senado, impulsó grandes procesos en contra de la corrupción estatal. Gracias a sus debates, a muchos funcionarios les tocó dormir con la pijama de rayas. Todo el país tenía la esperanza de que este adalid de la moral fuera diferente al resto de los políticos, que no se vendiera al mejor postor. Colombia veía en él al gran salvador.Con el tiempo, Jorge siguió siendo reconocido por su estampa moral; sus debates despertaban conciencias y pisaban muchos callos. No robaba, no mentía, no comisionaba, no obraba mal. Muchos le creíamos. Y, ante el clamor de casi 50 millones de almas que imploraban un futuro mejor, decidió lanzarse a la presidencia. Quería representar una nueva esperanza para los que solo conocíamos de guerra y corrupción. A mí, personalmente, me parecía que sus padres le sonreían desde el cielo y que el pueblo veía a través de él, como cuando alguien se asoma al río y este se aclara para dejar ver lo que hay en su fondo.Mario Alberto Parra, un publicista de racamandaca con más premios que una lotería, fue ado para ser el director creativo de su campaña a la presidencia. Parra había trabajado conmigo; sabía que yo poseía esa sensibilidad periodística para convertir el mero mensaje publicitario en una historia bien contada. Y eso era Jorge Vizcaya Villagómez y su candidatura: una historia que merecía ser bien contada. Por supuesto, me llamó.Y ahí llegué, como redactor, a formar parte de una pequeña agencia in-house en la sede de la campaña. Un grupo de diseñadores gráficos, otro redactor y una productora; éramos los encargados de sacar adelante todas las piezas publicitarias para convencer al resto de nuestros compatriotas, sine qua non, de que Jorge Vizcaya Villagómez sería el mejor presidente de la historia de este país.
En los primeros meses de su mandato, Jorge tuvo que soportar la embestida de la oposición y los cuestionamientos de los medios por la influencia que ejercía Sierra sobre cada una de las decisiones que él iba tomando. Parra ahora era su asesor de comunicaciones y Jorge le consultaba cada paso que daba.
—Parra, ¿qué hacemos con Sierra? Me presiona con puestos para la gente de su partido, con subsidios para los empresarios. Quiere que tumbe unas leyes que ya estaban firmadas y que lo comprometen.
—Presidente, déjeme decirle una cosa: usted tiene la sartén por el mango. Yo sé por qué se lo digo.
—¿Cómo así?
Parra sacó de su bolsillo un viejo telegrama con el logo del antiguo Telecom.
—Mire esto.
Jorge cogió el papel, lo leyó despacio, una y otra vez; su rostro palidecía, sus ojos se llenaban de rabia y sus manos temblaban de odio.
—Esa es la prueba. Sierra fue el que ordenó matar a su papá.
—¿Cómo consiguió esto?
Nunca supe qué explicación le dio Parra, pues esto me lo contó Mahecha vía WhatsApp, pero a partir de ese momento Jorge le dio un rumbo nuevo a su presidencia.Las investigaciones contra Sierra comenzaron a salir a flote, los archivos ocultos cobraron vida y el rumor de que Jorge había traicionado a su mentor político ya era un grito a voces. Ahora la vida que estaba en peligro era la de mi amigo Parra, quien me envió un correo contándome que Sierra sospechaba de él. Mi amigo decía en su mensaje que Sierra creía que él estaba detrás de ese ventilador que se había prendido y que lo podía llevar a ponerse por fin la —tan anhelada por millones de colombianos— pijama de rayas.
Pero Sierra era un hueso duro de roer. Al intuir que Parra estaba detrás de este complot, llamó a Jorge para saber a ciencia cierta quién estaba atizando ese fuego que comenzaba a incinerarlo. Jorge evadía sus reclamos, alegaba que esas investigaciones no eran en absoluto de su competencia y que nadie lo había persuadido para presionar que las tramitaran.
—Jorge, no sea marica. ¿Dígame quién lo está poniendo en contra mía?
—Más respeto, expresidente. A mí nadie me da órdenes y mucho menos ahora que estoy sentado en esta silla.
—Eso espero, pero por si acaso está muy confiado en su asesor, revise su correo personal para que se dé cuenta quién es el que lo está aconsejando.
Jorge, en su despacho presidencial y a puerta cerrada, miró su portátil, abrió en su correo personal un mail con siete fotografías adjuntas; provenía de una cuenta que no estaba asociada a Sierra, no tenía asunto ni ningún mensaje escrito. Solo venían las siete fotografías.
—Malparida vida.
Había recibido siete puñaladas: a color y en alta resolución, en cada una de ellas aparecía Adriana, el amor de su vida, su mujer, la primera dama, besándose con Parra. Algo que nunca pasó por su cabeza pero que ahora se la estaba retorciendo.
Jorge regresó de inmediato la llamada a Sierra.
—Mate a ese hijueputa y de inmediato yo paro todas las investigaciones contra usted.
—Como usted ordene, presidente.
Ya había terminado mi diplomado y estaba gozándome unos días de playa en Costa Rica cuando me entró un WhatsApp de Mahecha.
—Mataron a Parra.
—¿Qué?
—Sí, marica. Apareció en un baúl de un carro en la vía a Cota.
—¿Cómo así? No me mame gallo.
—Espere, lo llamo por acá.
Mahecha me contó lo que sabía y yo decidí viajar inmediatamente a Bogotá.Ya en el funeral, y como se saben las cosas en un funeral, tomando tinto en la cafetería de la esquina, me enteré de que a Parra lo habían ultimado en un paseo millonario. Nadie sabe quién lo mató. También supe que Sierra estaba contra las cuerdas, su reinado estaba de capa caída tras una serie de investigaciones que lo comprometían como autor intelectual de la muerte del padre de Jorge. Millones de colombianos esperaban con ansias el día en que este mercader de la parapolítica se acostara con la pijama de rayas. Toda Colombia se regocijaba esperando un final que quizá nunca llegará.
Sin embargo, la ansiedad se colmaba de optimismo. La gente respiraba paz y se sentía feliz con el giro político que Jorge Vizcaya Villagómez había dado desde la presidencia. Su gestión por la paz y la equidad, así como la labor que desarrollaba su esposa Adriana Sarmiento en pro de los más necesitados, despertaban la esperanza en todos los rincones del país. Por fin el títere se estaba librando de su titiritero.
Cinco días después sonó mi teléfono. Era Hernández. Quería que me sumara al equipo de la Dirección de Comunicaciones; específicamente, quería que reemplazara a Parra como Director Creativo. Le dije que me dejara pensarlo.
FIN.
Por Oscar René Laverde Castro
