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Cristián Valencia: “El mundo de los 80’s y 90’s fue delirante”

El novelista y cronista Cristián Valencia presentará este 1ro de mayo en el marco de la Filbo su libro “El último comisario de la ciudad” (FCE). Entrevista.

Andrés Osorio Guillott
30 de abril de 2025 - 11:00 a. m.
Cristián Valencia, novelista y cronista colombiano.
Cristián Valencia, novelista y cronista colombiano.
Foto: Valentina Santiago García
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Usted dice sobre la novela: “La engaveté durante todo este tiempo porque pensé que ese entonces no estaba para distopías góticas, policíacas, de ficción anticipativa”. ¿Cómo fue eso de volver a retomar el libro 30 años después?

No, no lo retomé. La última corrección que hice de ese libro fue por ahí en el 2001, y ya. Yo dije: ya no hay nada más que hacer. Entonces lo dejé ahí. Estructuralmente se mantuvo, pero del lenguaje, poquitas cosas cambiamos. O sea, si ya era difícil que publicaran una novela del canon normal, imagínate uno salir con una novela tan completamente desubicada en cuanto al orden literario que existía en ese momento…

Las editoriales colombianas empezaron realmente a publicar más o menos en serio a colombianos a partir del 2000. Porque antes de verdad eso era un agujero negro. Eran muy pocos los colombianos que publicaban, salvo que fueran los consagrados o los que vivían en el exterior. Pero gente nueva…El pequeño boom de la literatura colombiana fue como de 2000 a 2010. Ahí salieron muchos escritores nuevos y empezaron a publicar con más fuerza a otros que ya tenían abolengo. Evelio José Rosero, Tomás González apareció después. Eso, pero no era más. Entonces imagínate, yo llegué a la editorial con una de estas cosas… Eso no iba para ningún lado. Entonces yo la engaveté. De pronto, cuando tenga plata hago una edición que me guste mucho, hago 100 ejemplares y los regalo a los amigos. Ese era el pensado.

Si bien las distopías son de mucho tiempo atrás, ¿por qué apostarle en ese entonces a escribir un libro así en Colombia?

No, es que hay cosas que uno tiene adentro y le salen. Entonces, ¿yo qué voy a hacer con todo ese mundo adentro de mí si no lo escribo? Yo después lo escribo y le digo adiós. Lo saco de mí y ya no me enfermo con eso. Ya no es mi problema, ya está afuera. Además, la primera novela que yo escribí también era de unos policías disparatados. Era como una novela de ficción anticipativa fantástica, pero con policías colombianos.He trabajado en dos o tres libros el tema de la justicia, digamos, el concepto de justicia en este país desde el punto de vista de un colombiano, yo. No un colombiano, mío, que siempre ha parecido que es un absurdo aquí. O sea, aquello del método científico de investigación y toda esa estructura tipo Scotland Yard… eso aquí no. Se ponen a aplicar los métodos de Sherlock Holmes o el padre Brown y no, eso aquí no va. Yo pensaba que los policías colombianos resolvían casos a puro pinochazo. Digamos, en la época de las bombas en Colombia: estallaba una bomba hoy y mañana a las nueve de la mañana ya había culpables. Los presentaban en la prensa y uno decía: “Pero ni la CIA logra eso”. Y los culpables con una cara de no tener ni idea. Después venían los juicios contra la nación…Entonces eso era lo que me llamaba la atención. Era un mundo muy disparatado el que vivimos a finales de los 80 y comienzos de los 90. Ese mundo estaba realmente muy delirante.

Bueno, creo que ahí me lo explica, pero quería ahondar en por qué igual quedó —si se vale decirlo así— obsesionado con ese concepto de justicia.

No, no quedé obsesionado. Solo escribí… digamos, me parecía que a finales de los 80 y los 90 daba para escribir sobre la forma como se concebía la realidad, la cotidianidad y la justicia en el país. Era una locura.Por eso escribí como tres: un libro de cuentos y dos novelas.Pero de ahí en adelante he hecho otras cosas. Ahora, no quiero abandonar el registro de la ficción y la fantasía. Me gusta.También escribo crónicas, me parece muy bacano. También hago novelas realistas, que me parecen muy bacanas. Y también hago este tipo de historias. No lo puedo evitar, eso está ahí.

Precisamente sobre eso que acaba de decir: ¿cómo va rotando entre un estilo o entre un género y otro?

La decisión… yo empecé a escribir literatura. En un momento estaba tan pobre que dije: “Va a tocar empezar a llenar la nevera”, y empecé a hacer periodismo. Porque el periodismo daba plata, se publicaba.Después empecé a ser reconocido por las crónicas. Primero trabajé en Cromos con esta casa editorial haciendo reseñas de libros. Después hacía crónicas y reportajes para otra revista. Hacía las dos cosas.Y a partir de ahí empezó un movimiento de crónicas que me llenaba la nevera. Y con eso ya podía escribir con más facilidad el resto.Pero siempre, lo primero fue la literatura. Y yo pienso que un escritor —un novelista, un cuentista— tiene demasiadas herramientas con el lenguaje como para que cuando llegue al periodismo no pueda jugar literariamente con la realidad.No quiero decir inventar, pero sí muchos juegos y muchas maneras de presentar los hechos. Me parece fantástico el juego entre el periodismo y la literatura. La realidad que uno ve desde el periodismo realmente son cosas que uno tiene derecho a publicar, a contar. Y uno queda con esa doble agenda por ahí que nutre las historias. Érase una vez en el Chocó, esa novela la escribí con seis o siete crónicas que hice en ese departamento. No se referían justamente a toda esa enorme realidad que yo veía. Yo decía: “La única manera de atrapar esto sería con una novela.” Porque una crónica siempre va a algo muy específico: el oro, los resistentes de Apartadó, algo chiquito en un universo gigante. Pero alrededor uno se da cuenta de todo lo que pasa. Y tiene un lenguaje de crónica: el narrador nunca se mete en la cabeza de nadie, solo habla de sí mismo, de la percepción de los demás y de lo que va viviendo.Estoy usando técnicas periodísticas para escribir una novela. Se retroalimentan. Y no creo que las crónicas no sean literatura. Las crónicas son literatura. Hay piezas demasiado bellas.

Hablemos de Pancho Panchév y de la creación de Ciudad Tiniebla.

De Ciudad Tiniebla. Bueno, lo primero que salió fueron las dos primeras páginas, ¿no? Yo escribí eso y me di cuenta de que había una novela, y que sencillamente había que empezar a destapar, como un arqueólogo: “Esta parte... uy, esto es un mundo... esto es otro... esto es otro...”. Entonces ya empecé a descubrir lo que había planteado en esas primeras dos páginas.

Panchév Pacheco... yo lo que quería realmente hacer era mostrar cómo, cuando un régimen dictatorial aprieta tanto las tuercas a la ciudadanía, la ciudadanía estalla de maneras que nadie puede prever, ni siquiera sospechar. Entonces, lo que le pasa a este hombre es que, unos años después, despierta en una realidad ya estallada, producto de la apretada de tuercas que él mismo dio cuando era comisario en la ciudad.

Es iconográfico, porque yo sé que aquí no hay comisarios, pero en realidad todos son comisarios: un periodista, un astrólogo, unas cantantes... Digamos que es una muestra representativa de lo que es un mundo general. Ciudadanos comunes. Eso es.

Entonces, Ciudad Tiniebla... pues, ciudad, nunca me la imaginé iluminada. La invención del nombre “Ciudad Tiniebla” la hice en 2003; no estaba en el original. En ese original había tres mundos incluso: el mundo exterior, el mundo de Ciudad Tiniebla y el mundo interior del comisario. Pero eso ya era muy jodido de manejar. Yo no tenía cómo —ni siquiera ahora— meterme en ese original, porque adentro había una pelea entre la adrenalina al poder sintético y la paz y la calma.

En el libro dice:“En cambio, el comisario gozaba de la mejor reputación que alguien pudiera imaginar, porque Pancho Panchév había llevado la ciudad hacia una nueva era de fraternidad, y había logrado controlar absolutamente todos los crímenes siguiendo al pie de la letra las indicaciones de Mijail, cosa que ningún ciudadano común sabía”. Es el poder, pero ¿a costa de qué?

La novela está construida con retazos que tratan de hacer un retrato de una ciudad con unas circunstancias sociales especiales, con un apriete de tuercas. Entonces eso fue. Claro, ¿a costa de qué? Y el comisario... Y el lugar común de Arévalo, con su hija adicta. El man persigue la droga, pero su hija es adicta a esa droga. Yo creo que eso —no lo escribí pensando en eso, pero viéndolo ahora con perspectiva— es un producto de los años finales de los 80 y los 90. Sin ninguna duda.

Así estaba el mundo: disparatado. Era un disparate. Yo no sé en qué año fue, pero estallaron 17 bombas alrededor de mi casa. Y era un catapum todo el tiempo, eso era parte de la realidad. O ponían bombas en los cajeros automáticos al principio de la calle, y a las seis y media de la tarde nadie salía. Pero al cabo de mes y medio la gente no aguantó. Más o menos uno se echaba la bendición y decía: “Bueno, me tocó”.

Y ese tipo de colombianos existían ac. Porque no creo que sea una “raza” colombiana; creo que los seres humanos buscan una manera de no sucumbir ante eso. Buscan la forma de seguir vivos. Y entonces también las rumbas eran igual de desaforadas. La autoridad no existía: estaba completamente confrontada por un grupo ilegal que parecía más fuerte. Toda la ilegalidad estaba en la calle de una manera muy anárquica, muy impresionante, muy dichosa también. Pero eso era porque la muerte estaba muy cerquita. Estuvo muy cerquita para todo el mundo.

Una cosa muy distinta a la pandemia, digamos. Porque la pandemia obligó a encerrar a la gente, y la gente se encerró en sí misma. En ese tiempo, no. No se hacía eso. La gente hacía tremendas rumbas en las calles. Los bares no tenían restricción ninguna. Uno, si la rumba estaba buena, podía seguir hasta las 4, 5, 6, 7 de la mañana, tranquila y dulcemente. Entonces, yo creo que es una novela producto de ese desbarajuste. Obvio, no lo dice por ningún lado. No dice la época, no dice la zona, pero es eso.

Hablemos del brote de anarquismo con los niños. Es interesante ese ambiente de autoritarismo que plasma en la novela

Y la percepción de los sapos. La delación era una forma de hacer justicia. Usted está en la obligación de denunciar a un compañero que piense de más, de denunciar a un man que proponga un juego distinto al que está estipulado. Era un orden cerrado. Si uno no hacía eso entraba en contradicción con las leyes.

Hablando un poco de periodismo y literatura, quería preguntarle por El Rojo Carmesí, ese periódico que aparece en la historia y que va complementando la narración. ¿Viene de su experiencia como periodista o cómo lo construyó?

A mí los diarios amarillistas me parecen importantes y necesarios. Lamento mucho la pérdida de El Espacio y El Bogotano, porque eran los mejores tituladores del universo. A veces encontraban historias que luego El Espectador o El Tiempo investigaban con otro enfoque.

Aquí dije: voy a hacer un periódico amarillista que se llame El Rojo Carmesí —rojo, sangre pura— y el periodista se llama Julián Carmín. Todo es rojo. Es altanero, representa el papel de la prensa y también la relación conflictiva con la autoridad. Ahí tengo una primera página prototipo: fotos sangrientas o “habladas”, la coletilla —como las que hacía José Salgar—, la entrevista del momento, la noticia del momento, el horóscopo, un aviso clasificado, y los top 10 de la semana.Los clasificados son sobre droga, pero disfrazados. Pensaba en cuando apareció el M-19 y muchos pensaban que era un pesticida nuevo para vacas… Y resulta que era otra cosa.

Usted mencionó el horóscopo, que también aparece en el libro. Creo que una de las hermanas —la que es de signo leo— habla bastante de eso. También hay un mago. ¿Ese componente esotérico le interesa?

No, no me interesa. En los años 90 vivía en una especie de comuna en La Candelaria, con muchos extranjeros. En algunas fiestas llegaba un tipo que llamábamos “el astrólogo”. Era como Rastafari, decía cosas que uno sentía que lo entendía profundamente. De ahí vienen los horóscopos tan absurdos del libro. También se usaba mucho el I Ching. Me sé el prólogo de Borges, pero cuando uno lee cosas como “el caldero sobre la montaña”, todo el mundo dice “¡clarísimo!”, pero en realidad ¿qué significa eso? También estaban los horóscopos de las chocolatinas Jet. Uno los interpretaba según su vida amorosa.

Todo eso es un guiño. Y el mago es un científico, el que logra sintetizar el último aliento, el hálito vital. El desechable, en cambio, puede comercializarlo porque tiene la solvencia social de estar en todos los estratos. Es un arquetipo muy colombiano.

“No empecemos con la pendejada del azar y el fatalismo”. ¿Usted cree en esto?

Eso lo dice Julián Carmín, que es un periodista pragmático. “A mí no me jodas con horóscopos, no te pongas a pendejear con eso ahora”, decía.

Yo no creo en que Mercurio retrógrado tenga poder sobre mí. Aprendí hace poco que eso solo significa que, desde la Tierra, parece ir en contravía. Pero me gustan los métodos de adivinación, los albures, abrir una paloma como hacían en tiempos de los Césares. He visto cómo las arhuacas leen el café, he estado en rituales de yopo, yambil, yambé y yagé. Todo eso me interesa mucho.

Otra frase del libro dice: “Las personas necesitan tres cosas esenciales y hay que dárselas. Número uno, amor. Número dos, trabajo. Número tres, algo que les joda a las otras dos”.

Esa es la estructura de todos los horóscopos. Alguna vez trabajé haciendo horóscopos y me puse a investigar. Después de mucho mirar, descubrí que siempre giran en torno a esas tres cosas: amor, trabajo y un inconveniente.Sin “palo en la rueda”, no hay drama. Y sin drama, no hay credibilidad. Tienes que costarle algo al lector del horóscopo.

Sobre el personaje del delegado: él tiene la misión de preservar el orden, pero en su casa todo es caos. La esposa lo critica constantemente. Ese contraste me parece interesante.

Ese es un cliché que viene de muchas películas: el director de la CIA que persigue narcotraficantes y su hija es adicta a la heroína. Lo que cambia en mi novela es el tipo de mujer que es Martina y la droga que consumen.

El delegado es un arquetipo, como el periodista. Hay una conversación entre clichés dentro de un contexto social muy particular, que hace que todo se les rompa.

También se habla del caos en la ciudad. Por ejemplo, cuando desaparece Panchév, se menciona el regreso del caos. ¿Qué puede decir de eso?

El caos se nota cuando la ciudadanía empieza a usar esa droga, incluso los delincuentes. En un atraco, algunos están heridos de muerte y aún así responden. Esa violencia no la detiene nadie.

También me interesaba ese orden impuesto: casas para ciudadanos comunes, como en Brasilia. Allá no puedes elegir dónde vivir. Me aterran las fotos de esa ciudad: vacía, sin gente, como si hubiera pasado una pandemia. Solo arquitectura grandiosa, avenidas gigantes.

Ahí empieza la descomposición. En los síncopes del comisario se acelera todo: el almendro único, el guiño a los ecologistas extremos, que pueden matar por defender el planeta. También está la belleza usada como arma.

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JACN(65090)01 de mayo de 2025 - 08:10 p. m.
Delirante..?.mas bien salvaje y para olvidar.
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