El último libro que leo en el año es Cien años de soledad: lo comienzo el 28 de diciembre y lo termino, casi siempre, poco antes de que llegue el año nuevo. La fecha no fue escogida a propósito: la cuarta lectura se inició ese día, en 1997, y desde entonces este rito se ha cumplido 27 veces.
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Sigue a Cromos en WhatsAppTengo cuatro o cinco ediciones distintas. En algún momento de mi vida tuve más (incluyendo la primera edición amorosamente dedicada: “Para Alvaro Castillo, el librovejero, como siempre, y desde siempre, de su amigo Gabriel”). La gran mayoría se las entregué a la Biblioteca Nacional de Colombia, hace ya casi diez años. Tomo la primera que veo para releerla. Algunas de ellas llevan en sus páginas seis o siete lecturas. Lo sé porque tengo la costumbre de escribir en la última hoja los números de las páginas donde he subrayado. En ellas reconozco “los signos/que antaño fuera dejando,/como un cazador que a su regreso/reconoce sus marcas en la brecha” (como escribió Álvaro Mutis en su poema “Amén”).

Gabriel García Márquez escribió Cien años de soledad entre 1965 y 1966 en Ciudad de México.
Me asombra, cada vez que lo releo, cómo vamos envejeciendo los dos. Cómo el tiempo pasa sobre nosotros dejándonos nuevas huellas. Huellas en las que podemos leernos de otra manera. Nunca igual.
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Este es uno de los mayores, creo, de los desafíos de la adaptación televisiva que realizó Netflix: la eternidad de este libro en la memoria de sus lectores (el otro es el manejo del tiempo: ¿cómo contar una historia donde el pasado, el presente y el futuro se suceden continuamente creando uno tiempo simultáneo y eterno?). Creo que no son muchos los libros que cumplen con esta posibilidad. Quedarse fijo. Inolvidable. Esto podría ser lo que llamamos un clásico.
Todos los lectores que nos hemos encontrado en este libro tenemos una imagen particular y propia de sus personajes, generalmente asociada a nuestras vivencias. Pero, si nos pidieran hacer un retrato hablado, sería imposible: los personajes de esta novela no tienen una imagen física definitiva, son un estado del alma, una experiencia espiritual.
Por estos días algunas personas me han preguntado si ya vi la serie y mi opinión acerca de ella. No soy un experto en Gabriel García Márquez (ni en televisión). Los únicos “gabólogos” eran y son Margarita Márquez, José Luis Díaz-Granados, Oscar Alarcón, Eligio García Márquez y José Stevenson. Los dos últimos ya no nos acompañan…
En mi opinión no es tan buena ni tan mala como dicen. Es un producto que cumple con su cometido. Es imposible hacer la “transposición poética” de la literatura a la imagen televisiva (o cinematográfica). Hay un todo que se pierde y desaparece. A pesar de esto creo que, si evitamos comparar (no veo el para qué hacerlo), se sostiene. Con capítulos mejores que otros, claro (los dos primeros me parecieron flojísimos).
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Cada uno tiene su propio coronel Aureliano Buendía o su propia Remedios, la bella (por nombrar sólo a dos). No podía imaginarme cómo sería verlos representados por actores. Esto último es uno de los grandes aciertos de la producción: no haber escogido actores o actrices conocidísimos que uno pudiera asociar a otros papeles. Los elegidos no cargan al personaje con un pasado sino que, más bien, lo proyectan hacia un futuro. Sólo hay un personaje que no me satisface, que “no se parece” al que tengo en mi memoria: Melquíades. No me convence. Es inverosímil.
Otro de los mayores desafíos es, en mi opinión, que la serie no se convierta en un ‘sustituto’ para los que no lo han leído. Que se transforme en “ya vi la serie” en lugar de “ya lo leí“. Esto último parece que no va a suceder: nuevamente los lectores volvieron a la lectura de la novela. Libros tan poderosos como Cien años de soledad son una experiencia que todo lector debe vivir más de una vez.
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