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En los pasillos de nuestra memoria colectiva deberían resonar voces clave para comprender la historia reciente y cimentar una paz centrada en el bienestar de las víctimas. Esto resulta todavía más urgente en un país que ha transitado por, al menos, dos procesos de paz en los que la verdad se reconoció como garantía de no repetición y pilar de la memoria histórica.
Sin embargo, cuando quienes mejor conocen las complejas tramas de la violencia —con sus múltiples aristas y silencios— son extraditados casi de forma automática y regresan años después, se enfrentan a un doble obstáculo: hablan a un país que ya no reconocen o sus testimonios caen en oídos sordos.
La reciente reaparición de Carlos Lehder, primer colombiano extraditado a Estados Unidos por narcotráfico, revela una paradoja inquietante: ofrece retazos que evocan una nueva epopeya del Cartel de Medellín, pero oculta las verdades esenciales para la memoria histórica.
Frente a preguntas sobre episodios más profundos, en los que se presume posee información clave, Lehder responde que “ya pagó por sus acciones” y que su aporte al país está en el libro que escribió para evitar que los jóvenes repitan sus errores. Sin embargo, nunca participó en un proceso que recogiera las demandas de verdad de las comunidades afectadas.
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Lehder podría arrojar luz sobre la expansión violenta del narcotráfico, la financiación de actores armados ilegales, la militarización del transporte de cocaína, la transformación de barrios populares en zonas de guerra urbana y la estrecha relación entre el Cartel y funcionarios públicos. Además, su testimonio habría permitido contrastar datos oficiales e identificar responsables indirectos de los hechos de violencia previos a su extradición.
Sin embargo, sus palabras quedan reducidas a un eco estéril de la historia criminal, incapaz de transformar la experiencia de las víctimas o alimentar la memoria necesaria para la paz y la reparación. Esto deja un vacío narrativo que impide a las víctimas conocer quiénes se beneficiaron, quiénes dieron las órdenes y con qué fines, un paso imprescindible para garantizar la no repetición.
Un caso paralelo fue el testimonio de Salvatore Mancuso en el juicio contra Álvaro Uribe. Mancuso subrayó la convicción de que la extradición sirvió para encubrir crímenes de Estado y reveló las complicidades entre la política de Seguridad Democrática y las autodefensas.
Profundizar en esta información podría haber impulsado procesos de reparación en el Urabá y Córdoba, donde los relatos de exparamilitares pueden desarrollar detalles sobre alianzas con alcaldes y congresistas. No obstante, concluido el drama mediático, su voz quedó relegada, como si su extradición y juicio en Estados Unidos bastaran para cerrar el capítulo de las víctimas.
A pesar de los esfuerzos de las jurisdicciones de paz, las acciones jurídicas de las víctimas y los viajes de congresistas a Estados Unidos, aún no hay evidencias claras de que estas declaraciones se orienten efectivamente hacia la reparación.
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La búsqueda de verdad en Colombia cuenta con bases sólidas, pero no ha logrado articular la información que emergió de procesos penales foráneos, agravada por la lógica bélica de la política antidrogas, centrada en capturas y extradiciones, que convierte a los extraditados en meros datos judiciales, no en testigos de la violencia estructural.
Si reconocemos que la verdad es el fundamento de la paz, resulta incomprensible ignorar a quienes vivieron y dirigieron la violencia. El corazón de la reconciliación está en escuchar relatos incómodos y validar el dolor de las víctimas: solo así se pueden derribar las narrativas oficiales que perpetúan la impunidad. En Colombia carecemos de una estrategia nacional que aproveche cada testimonio de los extraditados para tejer el relato completo de nuestra violencia. Sin una estrategia coherente, seguimos repitiendo la dinámica de silencios que profundizan el dolor colectivo.
La extradición, los juicios y las comisiones no cumplirán su propósito si las voces de Lehder, Mancuso y miles de víctimas quedan sin eco en la construcción de la paz. Es hora de diseñar rutas claras frente a estas voces, subirle el volumen y articularlo en pro del objetivo común de la paz y la no repetición. Se me ocurre sin mucho detalle: un banco público de testimonios, una comisión técnica interinstitucional y protocolos vinculantes de cruce de información.
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Solo así cada verdad aportada servirá a la reparación, garantizará la memoria histórica y prevendrá la repetición. Solo así honraremos a quienes sufrieron y demostraremos que, aunque sus victimarios “pagaron” un precio en el extranjero, su deuda con la sociedad colombiana está lejos de saldarse.
* Elementa es una organización de derechos humanos feminista con sede en Colombia y México que trabaja desde un enfoque socio-jurídico y político en temas de política de drogas y verdad, justicia y reparación.
**Esteban Linares, investigador de Elementa DDHH